Nora Strejilevich - Materiales - Las Arpilleras


Lo que sigue es la traducción del inglés al español que llevó a cabo Ana Cecilia Martínez, estudiante graduada de Literatura Latinoamericana en San Diego State University, en 2004, de fragmentos del libro de Marjorie Agosín “Tapestries of Hope, Threads of Love – the Arpillera Movement in Chile 1974-1994”, University of New Mexico Press, 1996.


Tapices de esperanza, hilos de amor – el movimiento de las arpilleras en Chile, 1974-1994

Agradecimientos

Este libro representa casi dos décadas de pensar, escribir, y escuchar a las arpilleristas de Santiago de Chile que valientemente desafiaron a la dictadura de Augusto Pinochet. Me he reunido con estas mujeres desde los primeros años de la década de los ‘70. Me recibieron con mucho afecto en sus talleres, sus casas, y sus jardines. Escuché sus relatos de fortaleza y soledad, aprendí de su valentía y su dignidad en medio de tiempos horrorosos. Este libro no hubiera sido posible sin su candidez, su prudencia, y su gentileza. Quisiera agradecer especialmente a Winnie Lira, la coordinadora de los talleres de arpillera, por su ayuda y sus consejos. Le estoy sumamente agradecida a ella y a Marvin Home del New York Times, que escribió uno de los primeros artículos acerca de las arpilleras y me entrevistó en los ‘80, dando mayor visibilidad a su trabajo, y mayor seguridad a mi vida. También deseo agradecer a aquellos que brindaron sus consejos, ya que trabajaba en un tiempo de mucho conflicto político. A pesar de las amenazas que recibí tanto dentro y fuera de Chile, a pesar de las cartas intimidatorias contra mi trabajo, atravesé los años de la dictadura con mayor convicción y comprimiso con los derechos humanos. Agradezco a las arpilleristas de Santiago por convertirme en un ser humano más noble, un ser humano que sobrevivió más allá del miedo.
Mis padres, quienes estaban en los Estados Unidos y tenían conciencia de los peligros que significaban tales emprendimientos, me apoyaron y se sintieron orgullosos del espíritu de su hija. Espero que este libro contribuya a la memoria y al espíritu de los jóvenes desaparecidos de Latinoamérica para que sus muertes no hayan ocurrido en vano, para que una futura generación de activistas siga su ejemplo con prudencia y pasión. Agradezco a Dana Asbury cuya visión, inspiración y dedicación a este proyecto transformaron a este libro en realidad. Un especial agradecimiento a los fotógrafos Emma Sepúlveda y Ted Polumbaum por su contribución a este proyecto, a mi amiga y traductora Celeste Cooperman, y a Patricia Rubio y Peter Winn por su cuidadosa lectura del manuscrito.

Prefacio – por Isabel Allende
La mayoría de las mujeres son tejedoras de historias natas, no sólo aquellas que tienen la buena suerte de ser publicadas, sino todas aquella que perpetúan la tradición oral—madres, abuelas, y bisabuelas que comparten sus secretos mientras remueven la sopa, siembran los campos, o remiendan redes de pesca. Registran las verdades de la historia, no las luchas por el poder o la vanidad de los emperadores, sino los dolores y las esperanzas de la vida cotidiana. Sin embargo, a veces hasta la tradición oral se ve amenazada cuando a un pueblo se le priva de su voz. Este fue el caso en Chile entre 1973 y 1989, durante la larga dictadura del General Pinochet, dictadura que siguió a los tres años de experimento socialista bajo el Presidente Salvador Allende.
La dictadura militar utilizó el terror para gobernar. La censura, el toque de queda, el exilio, la cárcel, la tortura, y los desaparecidos—personas tomadas por las fuerzas policiales para nunca volver a ser vistos—llegó a ser un modo de vida para muchos chilenos. A un terrible precio social y político, los militares crearon un mercado capitalista pero fracasaron en equilibrarlo con derechos para los trabajadores. Lograron las condiciones para el crecimiento económico sobre las espaldas de los menos privilegiados que fueron tratados como el sector desechable de la población. En el nombre de la eficiencia económica, los generales se opusieron a la democracia por ser “ideología foránea” y la reemplazaron con una doctrina de “ley y orden”: la ley del más fuerte y el orden de los cuarteles. Las mujeres pobres en las villas miserias fueron las víctimas más afectadas del nuevo régimen. Miles de ellas se conviertieron en las únicas proveedoras en sus hogares, ya que sus maridos, padres e hijos desaparecieron o recorrieron el campo buscando trabajos humildes. La represión destruyó a sus familias, la pobreza absoluta las paralizó, y el miedo las condenó al silencio. En estas árduas circunstancias, nació una forma original de protesta: las arpilleras, pequeños trozos de tela unidos en costura como edredones primitivos. Cada uno de estos modestos tapices narraba algo acerca de la miseria y la opresión que las mujeres soportaron durante ese período. Con retazos de telas y costuras simples, las mujeres bordaron lo que no podía contarse con palabras, y así las arpilleras llegaron a ser poderosas formas de resistencia política. Como cuenta Marjorie Agosín en este libro conmovedor, las arpilleras florecieron en medio de una nación en silencio, y desde los patios internos de las iglesias y barrios pobres, historias hechas de tela y lana narraron lo que estaba prohibido.
Cuando coleccionistas en todas partes del mundo comenzaron a comprar y exhibir las arpilleras, el gobierno militar calculó el alcance de la publicidad negativa y trató de prohibirlas, confiscarlas, y eventualmente reemplazarlas con tapices “inofensivos”, producidos y comercializados bajo la supervisión del gobierno. Hoy, las arpilleras originales están en museos y en manos de unos pocos individuos que las compraron antes que llegaran a ser obras de arte de colección. Gracias a Marjorie Agosín, que investigó este tema durante muchos años con la rigurosa disciplina de un académico y la sensibilidad de un artista y un exiliado político, podemos tener ahora una idea de lo que es esta forma de arte popular y las condiciones bajo las cuales fue creado. Ella nos ofrece un vistazo de las arpilleras y nos cuenta de las angustiantes pérdidas y extraordinaria fuerza, dignidad y amor de las mujeres que las crearon. Agosín le da valor a las experiencias de esas valientes mujeres, les da voz, y salva sus historias del olvido. Como aquellas mujeres y sus arpilleras, este libro es tan subversivo y desafiante como hermoso.

Epílogo – por Peter Winn
Eran días después del plebiscito de octubre de 1988, en el cual los chilenos habían votado en contra de la dictadura de Pinochet, después de quince años de dictadura. En una tarde primaveral en el Parque O’Higgins de Santiago, el pueblo estaba celebrando su victoria. Sin embargo, entre la alegre muchedumbre caminaba una mujer cuyo rostro mostraba una pena sin respuesta que sostenía un cartel con una foto de su hijo desaparecido y la pregunta: “¿Dónde están?” Para ella—y para las otras arpilleristas—el final de la dictadura que deseó y para lo cual trabajó, sería un triunfo vacío. La falta de atención a su pena crecería con el tiempo, ya que los chilenos trataron de dejar atrás al y disfrutar del crecimiento económico y la política democrática del presente.
La década de los ‘90 vería la restauración de la democracia chilena y un gobierno de coalición de centro-izquierda que incluía al Partido Socialista, partido que fue víctima principal de las violaciones a los derechos humanos por parte de la dictadura. Pero lo mejor que pudieron conseguir las arpilleristas de este gobierno fue la falta de reconocimiento que sus seres queridos estaban efectivamente muertos, desaparecidos y asesinados por agentes de la dictadura. Sus torturadores y asesinos permanecían sin nombre y sin castigo. Esta política de “verdad y reconciliación” se quedó corta en cuanto a la “verdad y justicia” que tanto habían exigido durante todos estos años y que esperaban lograr de un gobierno democrático. Esta “verdad” política intermedia era tan limitada como la incipiente democracia chilena, y por ende, incapaz de ofrecer la “reconciliación” tan anhelada.
Pero fue emblemático del desplazamiento de los hechos en Chile y las alianzas que se forjaron el que las insistentes exigencias de las arpilleristas por “verdad y justicia” llegaran a ser políticamente “inconvenientes”, quizás hasta vistas como una amenaza a la restauración democrática en Chile. Esta democracia restaurada sigue siendo limitada, restringida por la constitución autoritaria y decretos de Pinochet que sus opositores aceptaron como el precio y los medios de la transición política. Para sobrevivir, debe mantener a las fuerzas armadas sin provocación y en sus cuarteles. Los decretos de la dictadura incluyen la tristemente célebre auto-amnistía por crímenes cometidos durante los primeros cinco años en el poder, crímenes contra ciudadanos chilenos como los familiares de las arpilleristas. En este contexto, los aliados de las arpilleristas las abandonaron. Con un Demócrata Cristiano de presidente y una jerarquía eclesiástica más conservadora, la Iglesia Católica retiró su apoyo. Como miembro de la coalición de gobierno, una alianza comprometida con la “verdad y reconciliación”, el Partido Socialista se limitó a dar un apoyo que era más retórico que real.
Esto hizo que las arpilleristas tuvieran que llevar a cabo una lucha cada vez más solitaria por la “verdad y justicia” en un país cuyos líderes políticos preferían olvidar lo que sus arpilleras nos recuerdan—un pasado que no puede ni olvidarse, ni perdonarse por aquellos que fueron sus víctimas hasta que no se les otorgue tanto la verdad como la justicia. Las mujeres de las arpilleras se han encontrado cada vez más aisladas y marginadas, ahora no por la dictadura sino por los mismos líderes políticos que se beneficiaron de su lucha y dijeron haber apoyado esa lucha, pero que ahora desean disfrutar de la política parlamentaria que esa lucha ayudó a reconquistar. Una vez más, las arpilleristas son víctimas, ahora no de los esfuerzos de la dictadura por revertir la historia, sino de los esfuerzos de la democracia restaurada por construir una historia oficial “desinfectada” e inofensiva.
Es una historia en la cual la era de Allende se ve como una época de caos y error, justificando el golpe militar que los Demócratas Cristianos apoyaron en septiembre de 1973. La dictadura de Pinochet que le siguió es visto como un período de avance económico durante el cual el crecimiento actual y prosperidad de Chile están basados (a un costo social y político lamentable que el actual gobierno de coalición está intentando remediar) en sus políticas neo-liberales. En esta historia oficial, la sabiduría de la “clase política” fue responsable por la transición “pacífica” a la democracia, y a la democracia neo-liberal restaurada de los ‘90 se la interpreta como la materialización de la lucha popular que exigió el fin de la dictadura.
Pero la democracia restaurada de Chile no ha cumplido con las exigencias de paz y justicia de las arpilleristas, quienes han llegado a formar parte de una lucha por la memoria histórica chilena. No están solas en este reto. En las villas miserias de Santiago, los talleres producen historias locales desde abajo que desafían a la historia oficial desde arriba. Este libro es parte de esa lucha por la memoria histórica—y alma política--de Chile.
En Chile, la historia siempre ha constituido un terreno fragil, y el turbulento pasado reciente no es ninguna excepción. Al contrario, durante la era contemporánea, las fuerzas sociales y políticas han buscado reformar la visión del pasado de los chilenos para poder dar forma a su presente y moldear su futuro. Durante la época de Allende, la izquierda promovió la revisión de la historia chilena, mientras trataba de construir un futuro socialista. La derecha no solamente se opuso a estas perspectivas con sus propias versiones más tradicionales del pasado sino que también cuestionó la legitimidad del proyecto de la izquierda, con cada vez mayor apoyo de los militares.
Aun antes del golpe de 1973, las fuerzas armadas habían señalado que consideraban anti-patriótico, hasta una traición, el revisionismo histórico propuesto por la izquierda. Una vez en el poder, la dictadura de Pinochet impuso su versión de la historia chilena por medio de la fuerza y órdenes autoritarias, censurando perspectivas alternativas y quemando libros que desafiaban la interpretación militar del pasado o del presente. Fue un revisionismo de la derecha autoritaria que denigró a partidos políticos y movimientos sociales rebajándolos a “intereses”, y exaltaron el rol de las fuerzas armadas como el único representante de la “nación”. Era una historia oficial que justificó la violación de los derechos humanos y la suspensión de libertades civiles al prohibir los partidos políticos y las reuniones y demostraciones políticas.
Fue ésta la historia oficial que las arpilleristas cuestionaron con su mera existencia y sus protestas y tapices. La desafiaron con sus historias que tejieron en sus arpilleras mientras inventaban una nueva y revolucionaria forma de ser madre que los militares no supieron cómo manejar. Su valentía ayudó a mantener viva la resistencia en Chile después del golpe, sembrando las semillas de las protestas sociales que explotaron en los ‘80, cuestionando la estabilidad y el futuro de la dictadura. Como consecuencia de estas protestas masivas, los partidos políticos de la oposición renacieron y Washington presionó a Pinochet por aceptar el proceso electoral que culminó en su derrota en el plebiscito de 1988, y su expulsión en 1990.
Pero, debido a que los esfuerzos por imponer una historia oficial no se acabaron con la dictadudra, este libro, con sus testimonios autobiográficos e imágenes indelebles, retiene una importancia política y moral, además de un significado artístico e histórico. Es la historia oficial de Chile contemporánea lo que cuestiona este libro con sus palabras y sus imágenes, ya que, si la censura es una forma de violencia, también lo es el olvido, y las arpilleristas han sido víctimas de ambas.
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Es verano en el Hemisferio Sur. El aire es transparente y fragante. Pareciera que el dulce aroma de duraznos frescos, sandías jugosas y hojas frescas de albaca y boldo hubiera permeado las ciudades. Las familias se reúnen durante esta alegre época del año. Es la temporada de reuniones y alianzas familiares, de plazas colmadas de niños y globos multi-colores.
Es verano en mi ciudad, Santiago de Chile. He regresado una vez más este diciembre de 1993 a mi tierra natal. A las parejas les gusta besarse en los parques, reafirmando la vida y su fe en el amor, mientras las amas de casa hacen los preparativos para las fiestas tradicionales de fin de año. Sin embargo, para un grupo en particular de mujeres, las festividades las hacen sentirse aún más solas y alienadas por las historias familiares truncadas, sillas vacías, y lugares en la mesa que sólo sirven como afirmación de una ausencia. Estas mujeres son parte del legado de la dictadura chilena bajo el gobierno autoritario del General Augusto Pinochet (1973-89). Son las madres, esposas, hermanas e hijas de prisioneros políticos desaparecidos de quienes ni siquiera queda una huella, aun en tiempos democráticos. A pesar de que los desaparecidos continúan ocupando obsesivamente las vidas de sus familias, sus identidades se han esfumado de la memoria colectiva del país.
Para los familiares de los desaparecidos, la vida permanece inmóvil. Viven en las sombras de un tiempo paralizado. Son la conciencia de una nación que lucha entre memoria y olvido, reconciliación política y justicia para los vivos y los muertos. Para estas mujeres, no hay fiestas ni ropa especial, sólo la pena de una vida cotidiana colmada de la memoria personal e íntima de los desaparecidos.
Este libro narra la historia de mujeres comunes que vivieron aterrorizadas y en extrema pobreza y que se atrevieron a poner en evidencia la maldad clandestina del gobierno militar. Esta es una historia de hilos mágicos creados por un grupo de mujeres chilenas que desafiaron a la dictadura militar bordando su pena en retazos de telas y elaborando mediante su artesanía una de las formas más audaces de protesta popular en América Latina. Estas mujeres mostraron su dolor al público y se convirtieron en activistas por necesidad mientras buscaban a sus seres queridos en lugares públicos como cárceles, morgues, y los tribunales de justicia que eran controlados por la dictadura. El resultado fue la creación de una de las formas más originales de protesta popular en Latinoamérica—las arpilleras—tapices hechos de trozos de tela que narran, a través de la tela misma, la vida bajo la dictadura de Pinochet. Para entender la emergencia del movimiento de las arpilleras, es importante reflexionar sobre la historia moderna de la política chilena.

Chile, 1973 – 1987
Chile, un país aislado y remoto situado entre la cordillera de los Andes y el Océano Pacífico que, desde que logró independizarse en 1817, había sido caracterizado como una democracia occidental ejemplar. Un espíritu legalista y cívico dominaba nuestras vidas. Refugiados por la geografía de nuestro país, nos sentimos seguros como nación. Entre nuestros héroes culturales se encontraban dos poetas que habían ganado el Premio Nobel: Gabriela Mistral y Pablo Neruda, cuyos versos todos recitábamos en voz alta. La poesía podía llenar estadios. Nunca nos imaginamos que en un futuro no muy distante estos mismos estadios estarían llenos de prisioneros políticos, víctimas de tortura, incluyendo músicos como Victor Jara que compuso sus últimos versos como preso con los ojos vendados en el Estadio Nacional, cuyas últimas palabras fueron “Qué difícil es cantar cuando debo cantar del horror”.
El gobierno socialista de Salvador Allende triunfó en 1970 por un pequeño margen de votos (36 por ciento). Las calles en ciudades grandes y chicas se llenaron de estudiantes y sindicalistas, produciendo una euforia contagiosa entre sus partidarios. Salvador Allende invocó la posibilidad de una nueva era en la historia de nuestro país, “un socialismo, estilo chileno con empanadas y vino tinto, un socialismo basado en la paz y en la democracia”. Algunos de sus objetivos mayores eran proveer un litro de leche por día para todos los niños chilenos y reformas importantes en el sistema de salud de la nación.
Sin embargo, para una gran mayoría de la población, el triunfo de Salvador Allende presentaba una amenaza económica y política a la sociedad chilena tradicional. La muy arraigada oligarquía inmediatamente comenzó a diseñar estrategias que resultarían en el derrocamiento del gobierno socialista. Recuerdo hoteles en el centro de Santiago llenos de periodistas extranjeros que querían llegar a ser parte de un período inusual en la historia de América Latina. Lentamente, el gobierno de Allende comenzó a deteriorarse, a paralizarse en un estado caótico sin poder articular sus planes nacionales como, por ejemplo, en el caso de la escasez de alimentos y otros insumos básicos.
Ha sido bien documentado que la severa escasez de alimentos y otras necesidades que ocurrieron durante los años de Allende se debía a dos causas principales: el acaparamiento por parte de los afluentes (plan auspiciado por la CIA), y las huelgas de los trabajadores de transporte. Sumado al caos económico, hubo una caída en el precio del cobre, huelgas de mineros, y un intento de la administración de Richard Nixon de desestabilizar el gobierno de Allende. Queda claro que su presidencia no iba a tener la oportunidad de sobrevivir.
Las pocas mujeres que estaban libres y tenían el tiempo de llegar a ocuparse de política, y a las que se les pidió que militaran políticamente, fueron las mujeres de las clases media y alta que vivían en los suburbios. A pesar de haber sido apolíticas y muchas de ellas hasta consideraban mal visto el que mujeres se ocuparan de política, ellas, junto a sus mucamas, estaban envueltas en un clima político controlado por los opositores del gobierno de Allende. Las mujeres abandonaron sus roles pasivos y salieron a las calles a marchar y exigir el cambio. Algunas de ellas hicieron contactos con mujeres pobres, esposas de huelguistas en particular, y las convencieron a trabajar contra Allende.
Hacia fines de 1971, las mujeres de los barrios de clase alta iniciaron una acción efectiva y coordinada: organizaron las famosas marchas de las ollas vacías para protestar la escasez de víveres que sin duda existía en ese tiempo. Las mujeres eligieron como símbolo un objeto del hogar, del universo tradicionalmente femenino, aunque algunas de ellas jamás había siquiera cocinado. Paradójicamente, no se estaban muriendo de hambre como las mujeres de las villas miseria de Santiago quienes, a finales de la década del ‘70 dieron sonido al hambre con el golpe de sus ollas.
Uno puede solamente especular acerca de qué hubiera pasado si Allende hubiera sabido reunir grandes números de mujeres en el proceso político. “Una vez que vimos marchar a las mujeres chilenas”, dijo Michelle Mattelart, “supimos que los días de Allende estaban marcados”. Un comentario similar hizo un miembro de las fuerzas armadas brasileñas que habían usado a las mujeres para desestabilizar el gobierno izquierdista de João Goulart en 1964: “Enseñamos a los chilenos cómo usar a sus mujeres contra los marxistas. Las mujeres constituyen el arma política más eficiente; tienen tiempo, son capaces de gran emoción y se mobilizan rápidamente. Por ejemplo, si quieres hacer correr el rumor que el Presidente bebe demasiado o que tiene serios problemas de salud, usa a las mujeres… Al día siguiente el rumor estará por todo el país”.
Esta cínica forma de manipulación a las mujeres por parte de la derecha ayudó a poner a Pinochet en el poder. El día después del golpe, Pinochet agradeció públicamente y específicamente a las mujeres por su ayuda en la “batalla por la democracia”. La misma retórica se usó durante su dictadura: las mujeres son los “pilares” que sostienen la “reconstrucción del país”. Irónicamente, sin embargo, cuando las mujeres eran vistas como opositoras a la junta, fueron detenidas, violadas, torturadas y desaparecidas.
En su escalofriante libro Miedo en Chile, Patricia Politzer incluye una entrevista a una mujer de nombre Raquel, acérrima defensora de Pinochet. Ella describe sus sentimientos de esta manera: “Él (Pinochet) y la Señora Lucía son muy buenas personas, las más sencillas del mundo. La primera vez que lo vi fue cuando visitó el pueblo de Zajón de la Aguada. Las mujeres lo adoraban, le besaban las manos, estaban muy felices y agradecidas. Nunca dudé de él siquiera un momento”. Zajón de la Aguada es un pueblo satélite marginal al norte de Santiago que se puede caracterizar como una zona muy modesta de clase trabajadora. Tiene viviendas estatales, agua corriente, y electricidad. No es de ninguna manera uno de los pueblos marginales más pobres, y ahí se encontró muy poca oposición a Pinochet.
Es notable la comparación de lo dicho por Raquel con el comentario de Moy de Toha, esposa de José Toha, el ministro de defensa de Allende, a quien se encontró misteriosamente muerto en su celda en Santiago poco tiempo después de su traslado de la Isla de Dawson. La Isla de Dawson está ubicada cerca del 53 paralelo sur, justo al este de la isla principal de Tierra del Fuego, y fue uno de los lugares remotos que usó la junta como sitio de exilio interno donde se edificaron campos de concentración para albergar a prisioneros políticos. Al poco tiempo después del golpe, Moy de Toha mantenía una relación cordial con Pinochet, pero después que su esposo fuera detenido y enviado al exilio, su posición cambió. Al describir lo que era vivir bajo un régimen militar, dijo: “Empecé a sentir que estábamos en manos de carniceros irracionales cuyo comportamiento no se podía prever, calcular ni controlar … Para los militares, las mujeres somos seres de segunda categoría, delicadas y frágiles, que debemos ser tratadas siempre como damas”.
Estos dos testimonios que muestran dos actitudes opuestas de mujeres hacia Pinochet y los militares iluminan la complejidad del rol de las mujeres en la política chilena. Es revelador el que muchas mujeres educadas de la clase alta apoyaron al gobierno socialista, muchas mujeres pobres de las villas miserias y barrios marginales apoyaron al régimen fascista. Aunque es difícil generalizar, la mayoría de las mujeres de las villas miseria creyeron en Allende.

La Era Militar 1973-1989: Al borde del terror
Más que destruir el gobierno popular de Salvador Allende, el golpe permitió a los chilenos presenciar el colapso de una sociedad que creía invencible a su gobierno constitucional, una sociedad sumergida en la legalidad y el respeto por las leyes civiles. Los primeros años de la dictadura militar chilena y el toque de queda, en particular, crearon un clima fantasmagórico en las ciudades. Había una atmósfera de quietud y desolación. Las plazas estaban vacías, los patios sin la risa de los niños. El aire estaba cargado de miedo; uno podía sentir la noche y los autos patrulleros circulando por las calles que dejaron de pertenecer al pueblo. Las plazas habitadas por gente serena, gente mayor leyendo el diario y niños jugando pasaron a ser escenas de un pasado remoto. La sociedad chilena lentamente empezó a hundirse en el miedo y el silencio. Toda conversación con un desconocido era potencialmente sospechosa, y cualquier denuncia contra el gobierno militar podía llegar a ser fatal. Cada chofer de taxi era un posible espía de la temida policía secreta. La ciudad parecía abandonada, los ruidos y gestos de vida robados a sus ciudadanos. Poco a poco, nos convertimos en una nación de extraños.
Las acciones de las fuerzas armadas después del golpe no resultaron en la deseada tranquilidad y orden que intentaban mantener. La junta declaró un estado de emergencia en todo el país, arbitrariamente violó los derechos de sus ciudadanos a través de detenciones ilegítimas y clandestinas, destruyó a todos los partidos políticos y sindicatos, y amenazó de muerte a cualquier persona sospechada de ser subversiva. Recuerdo que el aspecto más impactante y doloroso de los primeros años de la dictadura fue la sensación de vacío, un silencio quieto y derrotado que nos arrancaba la posibilidad de vivir y reírnos.
Los desafíos iniciales del joven gobierno socialista habían sido reemplazados por un estado autoritario. Los muros de la ciudad, alguna vez pintados con murales que contenían mensajes sociales, yacían mudos y blancos. El archipélago chileno, alabado por su belleza geográfica, se había convertido en un sitio silencioso e inhóspito para disidentes exiliados. Nombres como Dawson, cerca de la Antártida, y Pisagua, una mina de nitrato abandonada en el desierto norteño donde la dictadura tenía muchos prisioneros políticos, llegaron a ser sinónimos de terror. La vida cotidiana estaba destruida. Éramos ciudadanos viviendo en una interna y remota isla del miedo.

La Repuesta de la Iglesia Católica
En octubre de 1973, como sugerencia de y bajo los auspicios del Cardenal Raúl Silva Henriquez, se reunieron varios grupos ecuménicos con el propósito de crear una organización que tuviera como principal objetivo la protección de los derechos humanos que estaban siendo tan flagrantemente violados por la junta militar chilena. Las contribuciones de los participantes en el Movimiento de Liberación Teológica de la Iglesia Católica ayudaron a construir los cimientos de muchas organizaciones de base a lo largo del país también.
Durante la última mitad de septiembre y octubre de 1973, unas 7.000 personas fueron detenidas por la junta, y fue recién para fines de diciembre de ese mismo año que se formó finalmente un comité para investigar el destino de aquellos que habían sido detenidos y aún desaparecidos. Durante este tiempo, sus familias no habían logrado ninguna respuesta en cuanto a su paradero. Era práctica común de los militares detener personas y hacerlas desaparecer. Hasta la fecha, no se sabe nada sobre la mayoría de esas personas. El Comité Pro Paz fue creado por un grupo ecuménico de líderes religiosos en 1974 con el objetivo inmediato de brindar apoyo a aquellos cuyos derechos humanos habían sido violados. Jamás se les ocurrió a las personas involucradas en la formación del comité que llegaría a ser el refugio más importante para la protección a la integridad y la vida de los perseguidos en la Chile de Pinochet.
Una de las preocupaciones mayores del comité fue esclarecer la situación de los detenidos-desaparecidos. Para tratar el problema más urgente, el comité reclutó a un grupo de abogados para hacerse cargo de las investigaciones legales. La mayoría de los abogados trabajó en forma ad honorem al representar a las familias afectadas. Además, el comité comenzó a establecer ollas populares en comunidades especialmente afectadas por el desempleo y las desapariciones. En algunos barrios la población masculina había sido decimada, y con frecuencia aquellos hombres que aún estaban libres no podían trabajar. La crisis económica era tan extrema que a veces los hombres que sí tenían empleo no podían salir a trabajar por no tener ropa, zapatos, o anteojos. Pro-Paz inició la colecta de ropa y otros artículos de necesidades básicas que eran distribuidos en distintos centros. Los anteojos eran de especial importancia para las mujeres, muchas de las cuales se convirtieron de la noche a la mañana en jefas de hogar.
Muchas de estas mujeres se volcaron a la costura para ganar dinero. La mayoría eran amas de casa y vivían en villas miserias. Algunas lavaban ropa o se ocupaban de otros trabajos marginales para ganar un poquito de dinero; muchas nunca habían trabajado fuera del hogar. Las mujeres llegaron a conocerse en la medida en que acudían a las cárceles, comisarías y centros de detención para investigar el paradero de sus familiares que habían sido detenidos. También se encontraban en lugares donde iban a pedir asistencia porque sus esposos no tenían trabajo. Fue a través de las mujeres que se hundieron en la pobreza que el Comité Pro-Paz y la Iglesia Católica se enteraron de la magnitud y severidad de la represión en Chile. Fue también a través de los testimonios brindados al comité por los familiares de desaparecidos que la Iglesia Católica pudo recopilar las primeras estadísticas sobre los desaparecidos.
Hacia fines de septiembre de 1973, pocas semanas después del golpe, el comité había recibido noticia de 3.000 desapariciones. Un promedio de 400 personas por mes fueron detenidas en los primeros meses después del golpe. Amnistía Internacional calculó que hasta 90.000 personas habían desaparecido en Latinoamérica bajo varias dictaduras en los veinte años anteriores.
Después de dos años, el Comité Pro-Paz dejó de funcionar por orden de la junta. A raíz de choques políticos con los militares, Augusto Pinochet ordenó su disolución. El Cardenal Raúl Silva Henriquez, Arzobispo de Santiago, inmediatamente formó una nueva institución bajo el auspicio exclusivo de la Iglesia Católica llamada el Vicariato de Solidaridad. Esto llegó a ser un refugio para aquellos que buscaban libertad política y fue la única organización del país que denunció las violaciones a los derechos humanos por parte del gobierno militar. Esta organización no pudo ser desmantelada porque funcionaba enteramente dentro de las estrictas leyes ecuménicas de la Iglesia Católica de Roma y la oficina del Arzobispo.
El Vicariato de Solidaridad estableció 20 oficinas regionales en distintas zonas del país que empezaron a ofrecer ayuda legal, asistencia de salud y oportunidades de trabajo a aquellos que se habían convertido en indigentes a raíz de la crisis causada por el golpe. Más de 700.000 personas fueron asistidas en los primeros meses. El Vicariato de Solidaridad estaba comprometido en ofrecer trabajo para los indigentes a un sueldo mínimo. Organizó talleres de artesanía en Santiago y estableció otros tipos de talleres a lo largo del país. La Isla de Dawson llegó a ser conocida por artículos artesanales en cobre y hueso hechos por los prisioneros políticos.
Durante los turbulentos años del régimen de Pinochet, mujeres de diversos medios, incapaces de trabajar dentro o fuera de un sistema que se negaba a reconocerlas como fuerza política viable, tuvieron que crear una red política que sobreviviría y funcionaría dentro de un sistema que sólo les permitía ser madres y amas de casa. Al decidir usar la condición misma de amas de casa y madres como principal arma política, escondieron a personas que sufrían persecución, y colocaban mensajes secretos dentro de panes horneados por ellas que avisaban a sus familiares de sus paraderos. Dentro de este contexto social nació una forma de arte que no ha sido igualada en el arte popular latinoamericano, un arte nacido de la adversidad y la vida cotidiana, un arte que desafió al fascismo: la arpillera. En inglés significa “burlap”, tela rústica que se utiliza para embolsar; en español ha llegado a significar la tela de la resistencia.
Especialistas en ciencias sociales e historiadores han señalado que los años de la dictadura ofrecieron a las mujeres una forma alternativa de poder político. La dictadura militar deslegitimizó a las mujeres de las clases trabajadoras y también a mujeres profesionales que disentían con el régimen. Curiosamente, el período más difícil en términos políticos fue también una época en la cual fue posible crear nuevas estrategias y espacios alternativos que permitieron una forma poca ortodoxa de involucrarse políticamente y repensar la difícil posición de las mujeres, los derechos humanos, y el autoritarismo en general. Las arpilleristas se organizaron, primero como madres y esposas de los desaparecidos, y después como ciudadanas políticas. Siguieron sin pertenecer a partidos políticos; muchas de ellas se ocupaban de sus funciones dentro de un mundo doméstico confinado, lo cual significaba que su existencia cotidiana giraba en torno al hogar, la escuela, y la iglesia.
La dictadura militar obligó a esas mujeres a enfrentarse con la vida pública, a hacer visibles su dolor y su pena. No solamente crearon tapices sino que también iniciaron protestas callejeras, consiguiendo a través de su propia iniciativa un poder que hasta entonces les había sido negado. Tales actividades nacieron como respuesta a la maternidad usurpada. Las arpilleristas estaban unidas en una alianza de hermandad que trató de oponerse al poder autoritario masculino, a la opresión y la explotación. A través de objetos cosidos por manos de amor, las arpilleristas dieron una nueva dimensión a la vida política.
Los primeros talleres de arpillera fueron formados en marzo de 1974 como parte de los talleres de artesanía bajo el auspicio del Vicariato. En los momentos más críticos, unas 14 mujeres llegaron al Vicariato. No sabían qué hacer para aplacar la pena, para remediar la crisis económica, y para alimentar a los niños que estaban sin padres. Antes, ya se habían visto y habían conversado en momentos de búsquedas personales y colectivas de sus familiares desaparecidos. Ahora, se reunieron en grupo, temerosas y por primera vez, en un patio interno del Vicariato, lejos de los oscuros pasillos de la muerte. Una oficial de la iglesia, Valentina Bonne, dio a las mujeres retazos de ropa y ellas, ya conocedoras del arte de la costura, hicieron espontáneamente los primeros tapices, o arpilleras. Comenzaron a contar sus historias en pedazos de tela. Había nacido un nuevo movimiento, había sido revelado un hilo mágico.

Los Hilos de la Esperanza
Las arpilleras nacieron en un período desolado y opaco de la cultura chilena, cuando los ciudadanos hablaban en voz baja, cuando la escritura estaba censurada y habían desaparecido los partidos políticos. Sin embargo, las arpilleras prosperaron en el seno de una nación enmudecida, y desde patios internos en las iglesias y los barrios pobres, las historias hechas de tela y lana narraban lo que estaba prohibido. Las arpilleras representaban las únicas voces de disenso que existían en una sociedad obligada al silencio. La severa dictadura militar que insistía en la domesticidad y pasividad fue desarmada y amordazada por las arpilleristas quienes, a través de un antiguo arte femenino pusieron de relieve la brutal experiencia del fascismo con hilo y aguja.
Aunque no contegan palabras, las poderosas y explícitas imágenes de las arpilleras describen eventos emblemáticos en la vida de la nación. Estas arpilleras, hechas por manos llenas de amor alguna vez paralizadas por la desolación y el desmembramiento de sus familias, crean la belleza y dan una dimensión humana a la violencia. Vidas destruidas se recomponen luminosamente sobre las telas rústicas.
En manos de las mujeres que crean las arpilleras encontramos historias de pérdida, negación de un futuro, momentos felices, nietos y amor familiar robados. Las mujeres están unidas en su dolor, por la ausencia de sus seres queridos, y también por la búsqueda incesante de sus familiares desaparecidos y las respuestas siempre vacías. Muchas cuentan, tanto en sus conversaciones como en sus arpilleras, que cuando buscaban a sus hijos en los centros de detención siempre fueron recibidas con hostilidad, pero lo peor de todo es que se les negaba la existencia de la persona a quien buscaban.
Solas en la oscuridad de sus hogares humildes, las arpilleristas se convirtieron en mujeres aun más determinadas. Con sus manos formaban crónicas del pasado y exigían un futuro mejor. La arpillerista hablaba con su corazón mientras acomodaba la tela de su tristeza. Bordaba sus emociones en la tela. Contaba su historia mientras cosía, y cada puntada nos acercaba más a su vida. Ilustraba su casa con colores y flores, una casa llena de ausencia y memorias. Otras crearon árboles caídos para simbolizar sus vidas de hogares destrozados y enormes ventanas que miraban hacia afuera como si creyeran que algún día los desaparecidos volverían a casa, tocarían el timbre, y las besarían. Las mujeres siempre hacían arpilleras en los aniversarios de los secuestros para conmemorar las vidas de los que seres perdidos. Sus arpilleras nos tocan porque el lenguaje inscrito en la tela es el lenguaje del amor, un lenguaje de poesía y color en una sociedad inmersa en el silencio y la oscuridad.

Hilos de Amor: Los Talleres de Arpilleras
Durante muchos años visité los talleres en Santiago y pregunté a las mujeres por qué hacían arpilleras con tanta tenacidad. Las voces se mezclaban en su deseo de compartir sus historias. “Estamos aquí para denunciar lo que nos pasó y poner nuestra angustia dentro de las arpilleras para que otros se enteren. Nuestro primer motivo fue usar nuestro terrible dolor para contar de nuestras vidas devastadas”. Irma Muller, una de las fundadoras del primer taller de arpillera, dijo que su primera arpillera explicaba sus sentimientos. “Mostré una casa destruida, un edificio destruido, un hogar quebrado como ha sido el mío desde que desaparecieron mi hijo y mi nuera”, dijo. Y es verdad que su arpillera, hecha de trozos, pequeños retazos, cuenta una historia que sobrevivirá a la pérdida y el olvido. Violeta Morales, una de las mayores del taller y hermana de un desaparecido, dijo, “Hice mi arpillera porque tengo un doble crimen que denunciar: el secuestro de mi hijo y el de mi hermano. Me uní al taller para seguir luchando y para que la verdad pueda conocerse porque mis heridas siguen abiertas”.
En la medida en que nos conocíamos más, las mujeres hablaron más abiertamente de su gran dolor, la agonía física que sentían concretamente., y de su intensa necesidad de “volver a vivir”, de recobrar una vida genuina, verdadera, de descubrir “la verdad de sus propias vidas” además de la de los desaparecidos. La palabra vida estaba siempre en sus palabras; constantemente expresaban su deseo de dar “vida por vida”, la esperanza de “encontrarlos con vida”. Más que nada, su anhelo, su deseo de una vida simple, común, normal emergía en las arpilleras en representaciones de sus hijos desaparecidos jugando cuando eran niños, corriendo libremente por el campo abierto como lo hacen los niños de todas partes. A la vez, a las mujeres de estos dos talleres las motivaba la necesidad de denunciar a los culpables de los crímenes cometidos contra sus seres queridos. Cualquiera que vea sus arpilleras se sentirá conmovido por su poderosa elocuencia.
La búsqueda de los seres queridos va de la mano con la búsqueda de materiales y colores para hacer las arpilleras. Los largos años de espera y de hacer arpilleras se ha convertido en un modo de vida para muchas de estas mujeres. Las arpilleras representan un diálogo constante con los desaparecidos: la relación de las mujeres con sus creaciones ha llegado a ser un hijo que conecta a los muertos con los vivos.
Los talleres de arpilleras están diseminados en los sótanos de las iglesias en distintos barrios de las villas miserias de Santiago. Ir al Vicariato es un ritual cotidiano, como la incesante conversación acerca de sus hijos desaparecidos, hablando de ellos como si estuviesen presentes. Recuerdo una noche de invierno cuando Marisol y yo estábamos tomando un café en Santiago, y me dijo, “Estoy muy apurada en estos días tejiendo medias de lana para Miguel; no puede pasar el invierno sin medias de lana”. Para ese entonces, Miguel había estado desaparecido doce años. Ninguna de las mujeres a quien conocí en la asociación ha encontrado a sus familiares. Festejos de cumpleaños se celebran con regularidad para los hijos desaparecidos. Se invita a todo el barrio a compartir la ocasión, como si los desaparecidos estuvieran presentes.
Inés dice que nunca ha podido completar una sola arpillera porque su dolor es demasiado fuerte. No sabe por qué, dice, pero no puede. Las otras tratan de alentarla, apoyarla. Le dicen, “No te preocupes, aquí todas somos familia. Lo podemos resolver trabajando juntas”. Cada taller es una familia y reemplaza, en gran parte, a la familia que se perdió cuando desaparecieron sus miembros. También hay algunas familias que nunca denunciaron la desaparición de sus hijos.
Al escuchar hablar a las mujeres, especialmente aquellas de la Asociación de Detenidos-Desaparecidos, un tema se repetía con particular insistencia, y era la historia del secuestro de sus seres queridos. Los detalles eran contados repetidas veces, obsesivamente. Nunca conocí a una arpillerista que no me haya contado esos momentos más de una vez. Cada una me contó cómo y dónde su hijo o familiar fue detenido, y de su incesante búsqueda por encontrarlo. Cada búsqueda era idéntica. Todas comenzaron en varios centros de detención y tortura como Tres Álamos, Villa Grimaldi, Londres 38. Mientras las mujeres estaban sentadas cosiendo, relataban en las telas los detalles de su interminable andar. Las respuestas que recibían en las prisiones siempre eran las mismas: “Su hijo no está aquí. Nos avisaron hace unos días que se fue del país”. O, “Su esposo la dejó por otra mujer”. Hasta la fecha, nada se sabe de las aproximadamente 10.000 personas que desaparecieron en Chile desde el golpe de 1973, pero para las arpilleristas, la búsqueda forma parte de su vida cotidiana tanto como su trabajo en las arpilleras.
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En la Chile democrática en 1991, el descubrimiento de las fosas comunes ha revelado que los desaparecidos sufrieron muertes brutales. Las familias buscan a sus seres queridos y desean enterrarlos y colocar flores sobre sus tumbas. Las arpilleras recientes ilustran la búsqueda constante de sus muertos.
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Una vez escribí a las mujeres pidiéndoles que describan la participación de sus esposos en los talleres y actividades relacionadas a los talleres durante los años que siguieron al golpe. Una respondió, “No participan en nada; están completamente desmoralizados. Nunca van a las protestas”. Otra explicó, “Es mejor no llevarlos a las protestas. ¿Para qué llevarlos si pueden ser enviados al exilio, o ser detenidos, o asesinados”? Otras expresaban mucha ternura en sus respuestas: “Cuando estoy apurada por terminar una arpillera, todos en la casa me ayudan, hasta mi esposo cuando lo agarro de buen ánimo”. Y otra dijo, “Nos ayudan a hacer las cabezas de las muñecas—es muy fácil—o se quedan con los chicos cuando venimos a los talleres”.
A pesar de haber comenzado a participar en la vida pública durante el gobierno de Allende, su auge fue durante la dictadura. Debido a múltiples factores, se les atribuyó un rol de prominencia casi por omisión. Un gran factor fue que la junta, con su extrema actitud machista, se sintió más amenazada por los hombres. Por lo tanto, los hombres eran los blancos principales de arrestos, tortura y desaparición. La junta, no importa qué hacían las mujeres, no podían permitirse valorar el trabajo que ellas llevaban a cabo porque sería darles demasiado importancia; sería tomarlas en serio. Si un hombre participaba de una protesta pública contra el régimen, la junta lo tomaba como un desafío a su autoridad que debía ser rebatido con la fuerza necesaria.
Las mujeres reconocían la posición precaria de sus maridos; reconocían el privilegio de sus propias posiciones bajo el régimen, por ser mujeres, y aprendieron a aprovecharse astutamente de ese privilegio. No solamente denunciaron el poder de Pinochet en sus arpilleras, sino también en las calles. Participaron en todo tipo de demostraciones contra la dictadura. La mayoría de las veces eran las mujeres las que insistían en que los hombres debían quedarse en casa para evitar los arrestos, el exilio, o la tortura. Por ser mujeres, se sentían más seguras; protegían a los esposos y a los hijos, generaban ingresos para sostener a la familia, y marchaban todos los jueves al edificio de la Corte Suprema portando fotos de sus desaparecidos sobre sus pechos, igual a lo que las Madres de Plaza de Mayo hacían y siguen haciendo hasta el día de hoy en Buenos Aires.
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Todas las mujeres con quienes hablé habían participado en huelgas de hambre y se habían encadenado a cercas en lugares estratégicos en el centro de Santiago, como ser la Corte Suprema, la puerta de la casa de Pinochet, y la antigua Casa de Gobierno. Muchas de sus demostraciones interrumpían el tránsito y el normal fluir de la vida en la capital; su estrategia era llamar la atención a la práctica de tortura y desaparición por parte de la junta, y el objetivo era obligar al régimen a decir la verdad sobre el destino de los miembros desaparecidos de sus familias. Otra vez pregunté, “¿Qué les da fuerza para continuar? ¿Qué hacen para no vacilar? ¿Qué les impulsa a comprometerse?” Respondían, “Todavía esperamos encontrar a nuestros seres queridos, si no vivos, por lo menos conocer la verdad de lo que les pasó y recuperar sus huesos si es posible. A pesar de todo, sentimos que todavía están vivos. Sentimos que sus espíritus están en todas partes”. Delfina interrumpió y dijo, “Yo creo que mi hijo está muerto, pero vive en la memoria de los demás, en todos los jóvenes. Eso me mantiene viva y activa. Todo lo demás es secundario”.

Funcionamiento, Entrenamiento y Personal de los Talleres, 1974-1991
Los talleres fijaban una fecha una vez por mes para entregar las arpilleras terminadas. La tesorera elegida por el grupo las llevaba al Vicariato, y éste las compraba. La cantidad comprada cada mes variaba según el dinero disponible y la cantidad de arpilleras que se entregaban, pero en general cada mujer hacía cuatro arpilleras por mes, una por semana. La mayor parte de los materiales para las arpilleras, suministrado por el Vicariato de Solidaridad, era reunido a través de pedidos dentro de Chile y en el extranjero. Los materiales eran entregados a cada grupo en la medida en que tandas terminadas de arpilleras eran entregadas al Vicariato. La cantidad de material disponible variaba, según la buena suerte o la escasez. La creación de las arpilleras seguía siendo una empresa que se llevaba a cabo con poquísimo dinero.
La asistencia técnica que se utilizó para hacer las primeras arpilleras fue prestada por voluntarios entrenados en artes plásticas, mujeres como la pintora Valentina Bonne. De acuerdo a los relatos de las mujeres, al principio se les dijo que hicieran escenas de sus vidas diarias, las cosas que veían y lo que sentían. Empezaron por hacer recortes de pequeñas figuras, pero eran chatas, sin vida, y sin movimiento. Sus primeras casas eran todas similares y hechas de tela gris. Ellas mismas decían que nunca pensaron que alguien compraría lo que hacían: eran feas y a nadie le interesaría la vida de la gente pobre.
Sin embargo, después de esta primera etapa, aprendieron a observar más cuidadosamente, y fue como si el intentar ver su propio humilde entorno con mayor claridad las llevó a una visión más aguda de lo que pasaba en el país. “Andaba como una idiota”, me dijo una mujer. “Me fijé en todo muy de cerca. Creo que aprendí a ver”. Otra dijo, “Las primeras arpilleras fueron muy difíciles de hacer. Era tan difícil, ese punto de manta que cosíamos. Era el mismo punto que usamos ahora para hacer los bordes. Luego nos enseñaron el punto cruz y eso fue mucho más fácil”. La percepción que las arpilleristas tenían de sus trabajos tempranos es interesante porque sus puntos de vista cambiarían con el pasar de los años y llegarían a ser más habilidosas y a tener mayor auto-confianza. Pero más que eso, la arpillera dejó de ser solamente un medio de ganarse el pan de cada día y se convirtió en una salida emocional, una forma de expresión social, artística y política. Una mujer, todavía refiriéndose a las etapas iniciales, dijo, “Era duro. Veníamos a las reuniones porque teníamos que trabajar juntas, y los hombres en casa no querían que saliéramos. Pero yo tenía que ganar un poco de dinero porque teníamos que comer. Luego empecé a disfrutar del trabajo porque estábamos aprendiendo cosas nuevas”.
Este “aprender cosas nuevas” fue un resultado muy importante de los talleres de arpilleras. Las arpilleristas—amas de casa, costureras, lavanderas—asumieron una nueva identidad que agregó una dimensión importante a su rol femenino tradicional. Dejaron de estar completamente atadas a los quehaceres domésticos en sus casas. Los talleres les permitieron formar parte de un grupo fuera de la casa donde podían compartir preocupaciones comunes, ganar dinero propio—muchas por primera vez en sus vidas—e involucrarse en las realidades políticas del país. Estas realidades comenzaron a expresarse con verdad y devoción en las arpilleras.
“Nos reunimos en el comedor para hablar de maneras de parar el hambre, y a una mujer se le ocurrió hacer muñecas de tela blanca. No entendíamos. Luego comenzamos a agregar florcitas, y salieron mejores, pero nadie las compraba. Eran tan feas”. Sin embargo, después de la primera muestra y venta de arpilleras en la Escuela de San Ignacio en Santiago, las mujeres cobraron un nuevo sentido y propósito en la vida y un sentimiento de mayor seguridad. Una mujer lo expresó de esta manera: “Antes, yo nunca hablaba con nadie, y estaba acostumbrada al hecho de que mi marido me golpeaba y yo nunca hacía nada por defenderme. Pero después, aprendí a tener amigos y hablar en las reuniones”.
“El comienzo fue duro”, dijo otra mujer. “Las muñecas parecían tan sin vida sobre la superficie de la arpillera hasta que a una mujer se le ocurrió hacerlas como figuritas redondeadas con ropa y todo. Así las personas chiquitas se volvieron activas, vivaces, dinámicas”.
El primer paso para cada arpillerista es decidir el tema que quiere representar, y después de compartir su idea con el grupo, se cortan las formas que configuran el fondo: los Andes, un sol, nubes, techos. Uno por uno se cosen los elementos. Así se construye la arpillera: se fija la escena, y dentro de la escena, como en un escenario de teatro, se crea el drama agregando muñecos y los otros elementos.
Crear los personajes principales de la escena es la parte más difícil—tienen que contar la historia. Las cabezas de los muñecos se hacen por separado. Se cortan pequeños pedazos de tela, se llenan de pedacitos más pequeños y se cosen. Se esconden nudos detrás del cuello de cada muñeca, o se cubre el nudo con cabello. Generalmente se hace el cabello con lana negra, pero si la lana adecuada no está disponible, las mujeres usan tiras de su propio cabello. Se forman los ojos y la boca con pequeños puntos bordados. Luego viene la ropa. Las polleras son pequeños cuadraditos recogidos en la parte de arriba que se abren en la parte de abajo; los pantalones están hechos de dos rectángulos pequeños. La ropa está hecha de todo tipo de material estampado, dando así una apariencia más verídica a la escena. Cuando la muñeca está vestida de pie a cabeza, se la sujeta a la arpillera en el lugar adecuado. A menudo se agregan otros elementos tri-dimensionales: ramitas para representar leña, fósforos o palillos dentales para representar los palos que lleva la policía para golpear a la gente; papel de aluminio para los cascos metálicos que usa la policía; pequeñas prendas cuelgan de una soga bordada como ropa lavada. La arpillera cobra vida bajo las manos de su creadora; más que eso, es la vida de la creadora porque las figuras con frecuencia llevan ropa hechas de sus propias ropas y a veces cabello de su propia cabeza.
El modo de participación en los talleres cambió con el pasar del tiempo. Las mujeres con mayor experiencia enseñaban a las más nuevas; todas se ayudaron con los problemas difíciles; atravesaron juntas su aprendizaje. No solamente estaban aprendiendo técnicas de costura, sino también a mirar, a ver y transformar lo que veían y sentían en imágenes, a manejar sus asuntos, y aprendieron a convivir y resolver problemas grupalmente.
Aunque los talleres se tornaron más autónomos, la relación entre el Vicariato y los diversos grupos siempre fue una relación de calidez, cuidado y respeto mutuo. El Vicariato de Solidaridad jamás les impuso temas a los grupos. La formación de los talleres y su manera de operar siempre giraron hacia un esfuerzo común, y ahora se puede ver el histórico rol de liderazgo al cual apostaron las mujeres, liderazgo que resultó de la unión con otras mujeres para discutir los temas de relevancia e intentar resolver problemas comunes. No cabe duda que las arpilleras es la visión del mundo a través de los ojos de estas mujeres y será uno de los testimonios más importantes de esta oscura época de la historia chilena.

Los Tapices de Una Nación
La historia de cada una de las arpilleristas se reconoce y se palpa porque representa a la cultura nacional durante el período de la dictadura. Por medio de retazos de tela y objetos desechados que no valoraba el nuevo consumismo, estas mujeres lograron expresar escenas prohibidas: tortura, prisiones clandestinas, y el hambre en los barrios. Para las arpilleristas, los acontecimientos políticos del país y sus vidas diarias se tornaron inseparables. A través de su arte, representaron a su mundo: casas vacías y niños buscando a sus padres. Sin embargo, a pesar de la representación de un mundo de horrores, la arpillera es colorida, alegre, y habla de la esperanza y el poder que nace de la solidaridad del trabajo colectivo. En su inspirador ensayo acerca de las arpilleras, Guy Brett alude a la dificultad de crear arpilleras en épocas de represión:

Sería equivocado pensar que el proceso era fácil o simple. Para formar cualquier tipo de organización, para reunirse de cualquier modo en Chile después del golpe era peligroso. No sólo había que superar un crudo miedo. La junta estaba difundiendo una ideología de consumismo y competitividad individual, hasta entre los pobres. Y también existía el tradicional chauvinismo masculino latino. Muchas mujeres se movilizaron, por empezar, debido a una extrema necesidad. Pero en la medida en que creció el movimiento, su función terapéutica cambió para dar lugar a la comunicación conciente, no sólo entre ellas sino con el mundo de afuera. Hay muchos quienes piensan que el renacimiento de las organizaciones populares en Chile y su primer gran empuje en las demostraciones de 1978, que movieron tanto a la opinión pública, ocurrió en parte cuando se unieron los Familiares de los Desaparecidos y los habitantes de las villas miseria con el propósito de hacer arpilleras.

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Las arpilleras tuvieron un enorme impacto sobre la cultura nacional. Las arpilleristas comenzaron a trabajar en una época en que nadie se atrevía a cuestionar a las autoridades, en una época de obediencia y auto-control. Estas mujeres fueron de las primeras en crear una cultura de resistencia, y con el tiempo se unieron a ellas otros grupos: jóvenes estudiantes universitarios y mujeres de las villas que organizaban ollas populares y varias redes de solidaridad que no fueron auspiciados por el régimen. A pesar de elogiar a la cultura doméstica, el gobierno deploraba el trabajo de las arpilleristas, considerándolas subversivas y peligrosas. Las arpilleras también representaban el poder que inspiraba un tipo de trabajo doméstico que hasta entonces había sido considerado marginal.
A través de las arpilleras, se denunciaban crímenes específicos: por ejemplo, el descubrimiento de fosas comunes en varias zonas de la capital y en los pueblos de Calama en el norte de Chile y Lonquen cerca de Santiago. Las arpilleristas son parte de la cultura nacional; son testigos y denunciantes de una cultura violada por la muerte. Crean una artesanía que rescata a los muertos a través de la memoria.
El texto narrativo de la arpillera emerge de las vidas marginalizadas de las mujeres desposeídas y alienadas. Cuando las conocí en los ‘70, muchas de ellas tenían hijos muy pequeños y otros recién nacidos. En 1994, casi veinte años después de nuestro primer contacto, sus hijos habían crecido en hogares sin padres o hermanos, y ellas han salvado a sus familias de la pobreza con su arduo trabajo. Aunque sus denuncias han dignificado sus vidas, siguen solas y marginadas en una sociedad que permanece indiferente a sus penas. Son las viudas de la nación.
Han pasado muchos años desde que se hicieron las primeras arpilleras. Todavía no hay respuestas acerca del destino de sus hijos. No obstante, el gobierno quiere crear la imagen de una Chile reconciliada, pero las arpilleristas creen que la reconciliación no puede materializarse sin justicia.
Hace mucho que las reuniones de las arpilleristas se llevan a cabo en el Vicariato de Solidaridad, ubicado en el centro de Santiago. Recuerdo que en los primeros años de denuncia y severa represión, entrar a este patio era como entrar en un refugio donde uno sentía la presencia de paz y justicia. Allí, las mujeres se reunían cada semana para dar los últimos toques a las arpilleras que muchas habían comenzado a armar en sus casas en su tiempo libre. En estas reuniones, recuerdo cómo formaban alianzas e integraban los asuntos personales de sus vidas y el deseo de paz con todo lo que estaba pasando en el país. La solidaridad humana era el hilo que seguía uniéndolas. A menudo conversaban mientras bebían una taza de té o simplemente agua hervida con una cáscara de limón.
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La arpillera asume una identidad original en la historia de Latinoamérica. Es un valiente pedazo de costura que transfigura las experiencias de pena y búsqueda en una tela de la memoria, logrando gravarse en la cultura chilena al transformar la sumisión y reserva femenina en armas no-violentas, aunque acusatorias.
Las arpilleristas, al igual que las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, generaron nuevas estrategias simbólicas al intentar cambiar las estructuras de la opresión. Para ambos grupos de mujeres, las fotografías son el eslabón que conectan a los muertos con los vivos. Las Madres de Plaza de Mayo llevan fotos de sus hijos desaparecidos, mientras las arpilleristas las cosen en la tela. Estas mujeres comparten una imagen privada que se torna en un espectáculo conmemorativo y colectivo para la nación.
El lenguaje visual de las arpilleras es un lenguaje de emoción. La vida que el estado autoritario deshumaniza y la brutalidad de las fuerzas del orden se representan dentro del espacio de la arpillera, que también apela a la belleza del mundo natural, memorias de tiempos felices vividos con los desaparecidos, y fe en la posibilidad de una existencia más humana y digna. Las arpilleristas dicen que mientras vivan, seguirán creando arpilleras para disipar el olvido, para dar voz a los muertos y regenerar la memoria colectiva. La arpillera servirá de crónica de vida dentro de la crónica oculta de la historia chilena. En la siguiente observación,Guy Brett arroja luz a la posibilidad de crear una vida menos deshumanizada:

Otro mensaje de resistencia en estos telares, que no puede extraerse sin destruirlos físicamente, es, obviamente, toda la forma en la cual están hechas. Esto es otra vez un curioso fenómeno sutíl. Algunas de las imágenes podrían considerarse sencillamente como bonitas y simples si uno no entendiera el tema; y alguna gente que sí entiende el tema tiene dificultad en reconciliar este aspecto con el obvio cuidado y el placer que se siente en el uso de los materiales. Pero esta dualidad es importante. En sus arpilleras, las mujeres muestran la injusticia y la tristeza con gran exactitud y veracidad pero no permiten que sus vidas y su voluntad se agote para dar lugar a la rigidez y frialdad de sus opresores. Llega a ser parte de la concepción personal de uno mismo como ser humano el usar todo el arte que uno conoce para hacer brotar las cualidades y belleza escondidas en los retazos de material producido en masa, un hecho que se reconoce instantáneamente y lleva a la gente como imanes a las arpilleras, donde sea que se exhiban.


La Mirada de un Cómplice
He estado pensando y escribiendo acerca de las mujeres que producen arpilleras durante muchos años. Sin intentar idealizarlas o convertirlas en mártires, me conmueve la transparencia de sus vidas porque ellas, ellas mismas, sostienen que no tienen nada que esconder. Me inspira la elocuencia de sus diálogos y la solidaridad que se ha desarrollado entre ellas, y también la confianza que me tienen. De alguna manera, me he identificado con sus historias. He visitado a estas mujeres desde hace más de diez años, y sus voces siguen transmitiendo un dolor que nace de la ausencia. No tienen ningún deseo de parecer víctimas ni fingir tristeza, ni tampoco tienen deseos de venganza. Su profunda preocupación es la de mantener viva la memoria de sus seres queridos y de recuperarla en la creación de las arpilleras. En sus telas han bordado la familia que fue usurpada por el gobierno militar. Los nombres de sus seres queridos, sus cumpleaños y días de sus santos, y las sillas vacías en la mesa siguen presentes en sus humildes hogares. Las casas están llenas de flores y plantas que aparecen en las arpilleras, afirmando la vitalidad de la existencia y la inviolabilidad de la vida humana.
Toya, cuyo padre fue un líder socialista desaparecido hace diecisiete años, dice: “Quiero que la gente hable de mi padre. Hace poco en el barrio donde vivo, nombraron una plaza en su honor”. Anita, la mayor del primer taller, dice, “Estoy feliz porque los compañeros de colegio de mi hijo escribieron un libro de poesía para homenajear su trabajo”. Su deseo de hablar del pasado y de negar el olvido son constantes que reaparecen tanto en las conversaciones como en las arpilleras.
Desde el principio de este movimiento en 1974, las arpilleras han sido anónimas. Solamente algunas de las mujeres escribían sus iniciales en el reverso de la tela. En los primeros años de los talleres, la policía confiscó algunos de los tapices. Algunas arpilleras llevan un mensaje escrito en un pequeño bolsillo cosido en la tela. A veces este mensaje es un poema, un pequeño fragmento que narra la circunstancia de la mujer que lo escribió. De esta manera, emerge una narrativa doble: aquella que aparece visualmente en la tela, y aquella que aparece en el reverso en forma escrita.
Los temas recurrentes en las arpilleras son las desapariciones, la violencia política, y la tortura. Nunca se convirtieron en productos comerciales, nunca fue la intención producirlas masivamente ni darles fines comerciales. Siempre se hicieron dentro de los espacios marginales y silenciosos de las casas y los sótanos de las iglesias. A través de su lenguage visual, representan las vidas de las mujeres cuyos derechos básicos de madres y seres humanos les fueron negados por la junta militar. Las arpilleras de Chile compartirían el legado universal de otros tejidos que cuentan las historias de la violencia. Como observa Ariel Zeitlin en un ensayo no-publicado, titulado “Los tejidos de la guerra”:

Los tejidos de la guerra demuestran una tendencia internacional, desparramadas a lo largo de tres continentes, entre más de diez grupos étnicos, lingüísticos o nacionales. Estos incluyen los Turkoman, Baglani y Balerch de Afghanistán, los Ayauchans de Peree, los Maya de Guatemala, la clase trabajadora de Santiago de Chile, los Dega de Vietnam, los refugiados vietnamitas, los Tai Lue y los Hmongs de Laos.

Las arpilleristas hablan no sólo de sus propios hijos sino también de las generaciones futuras que crecerán sin padres, hermanos y lazos familiares. Otro aspecto esencial de las arpilleras es su incorporación al legado del cuerpo que no está. En desafío a la dictadura que hizo desaparecer gente y trató de borrar todas las huellas de su existencia, las madres a menudo incluyen en los tapices una representación del cuerpo del hijo desaparecido como motif constante. A veces sujetan con costuras retazos de ropa que pertenecía al desaparecido. Se cosen fotografías a las arpilleras que presentan imágenes de los desaparecidos contra un legado de negación política. Las fotografías toman el lugar de los seres queridos y funcionan como testimonio a su existencia. Como en muchas regiones del mundo en tiempos de guerra, cuando las mujeres tenían la costumbre de bordar mensajes de amor en las fundas de las almohadas, las fotografías en la arpillera hablan de amor y esperanza. También admiten abiertamente el dolor por la ausencia del cuerpo, dolor que quizás hasta entonces había sido callado y cubierto.
Quizás el texto de Sara Ruddick resuma mejor el legado fundamental de las arpilleristas, como así también de las otras mujeres que luchan por el destino político de sus países:

Porque han sufrido la violencia militar—han sido desnudadas, humilladas sexualmente, y torturadas—los cuerpos de los hijos se han convertido en un lugar de dolor. Debido a que la violación de cuerpos tiene como fin aterrorizar, el cuerpo en sí se convierte en un lugar colmado de terror. Resistiendo esta violencia, los cuerpos de las madres se tornan en instrumentos de poder no-violento. Al adornar sus arpilleras con representaciones de cuerpos amados y violados, expresan la necesidad del amor aun en medio del terror.

En sus protestas callejeras, estas mujeres cumplen con las expectativas tradicionales de femeneidad y a la vez las subvierten. Estas son mujeres que quizás pensaban vivir una ideología de “esferas separadas” en las cuales los hombres y las mujeres tenían tareas distintas pero complementarias. No importa la ideología respecto de la división sexual del trabajo que hayan tenido, sus circunstancias políticas, como así también la aparente mayor vulnerabilidad y mayor timidez y convencionalidad de los hombres entre quienes vivían, las obligó a actuar públicamente. Actuar públicamente como mujeres que traen a las plazas públicas en una nación policial las fotografías de sus seres queridos, mujeres que ponen fundas de almohadas, juguetes y otros artefactos personales de sus hijos contra las rejas con alambre de púa de las bases militares, traduciendo símbolos de maternidad en palabra política. El amor que preserva, la singularidad de la conexión, la promesa del nacer y la resistencia de la esperanza, el tesoro irremplazable de la vulnerabilidad del cuerpo—estos clichés del trabajo materno se representan en público por mujeres que insisten en que sus gobernantes pronuncien sus crímenes y tomen responsabilidad por ellos. Hablan un “lenguaje de mujeres” de lealtad, amor e indignación; pero hablan con ira pública en un lugar público en formas en que se suponía jamás debían hablar.
La pimera vez que dije adiós a las catorce mujeres que formaron la primera asociación de arpilleristas en 1977, ellas me dieron fotos de sus seres queridos. Fue entonces que decidí no ser meramente observadora sino también partícipe de la diseminación de sus historias. Quería hablar con ellas y no por ellas. Durante muchos años guardé sus fotografías y traté de reconstruir la historia de mi país para entender sus silencios y sus tristezas.

Las Arpilleristas y la Democracia
Desde los ‘90, Chile ha tenido un gobierno democrático—la administración actual de Eduardo Frei y la que le precedió de Patricio Alwyn. El gobierno de Alwyn produjo un informe acerca de la implicación de las fuerzas militares en violaciones de derechos humanos, pero les otorgó amnistía a todos. El gobierno de Frei aún no ha pronunciado su juicio sobre el tema. Se han implementado numerosos cambios desde la victoria del referendo. La represión, el terror y la censura de la dictadura de Pinochet están siendo erradicados, y Chile ha regresado a su vieja tradición democrática. Una vez más, las mujeres chilenas gozan de la libertad de esta democracia. Lo hacen ahora, sin embargo, con una conciencia diferente. No se olvidan del poder ganado cuando aprendieron que podían cambiar las cosas tomando las calles y protestando en contra de la dictadura, y esta confianza las inspira al encarar los problemas contemporáneos de Chile.
No obstante, la participación de mujeres en el gobierno sigue siendo mínima. El gobierno de Alwyn no nombró ministro a ninguna mujer; hay solamente tres senadoras nombradas por Pinochet, y sólo seis representantes y tres sub-secretarias fueron nombradas al Palacio de Justicia y al Ministerio de Recursos Naturales. Actualmente, el objetivo principal de los grupos de mujeres es nombrar y elegir mujeres a cargos públicos, modificar los artículos constitucionales que discriminan contra ellas, y establecer un Ministerio Para Mujeres.
Ya no existen talleres de arpillera en Chile. El Vicariato de Solidaridad consideró finalizado su trabajo con el retorno de la democracia en 1989. Los talleres, por lo tanto, perdieron el auspicio de la Iglesia y fueron desmantelados en 1992. Únicamente el grupo inicial de arpilleristas sigue en pie, y esporádicamente crean arpilleras para completar un registro histórico indispensable. Las mujeres que siguen haciendo trabajo de arpillera lo hacen independientemente y solas en una habitación que les fue dada por la Iglesia Metodista ubicada en el centro de Santiago. Todas en ese grupo, con la excepción de Anita, la mayor, creen que sus hijos o sus padres están muertos. Me cuentan que no quieren venganza, que no buscan represalias tampoco, pero sí algún tipo de reconocimiento público que sus esposos, padres e hijos no fueron criminales o ladrones sino seres humanos con conciencia política. Constantemente preguntan, “¿Por qué nos quitaron la posibilidad de ser felices?” Muchas de ellas quisieran que los derechos humanos fueran una parte fundamental del curriculum escolar para las generaciones futuras de chilenos.
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En mis conversaciones con las mujeres en estos años de democracia han surgido temas que preocupan a las sociedades que están viviendo procesos de democratización. Años antes del establecimiento de un gobierno democrático en Chile, la llamada Concertación o alianza de fuerzas anti-pinochetistas—entre ellas los socialistas y social demócratas—reconocieron la importancia y el significado de las arpilleristas y otros grupos de mujeres. Lamentablemente, sin embargo, la democracia no ha reconocido el valor del rol que estos mismos grupos de mujeres puede tener en la democracia. Los partidos políticos ya establecidos que volvieron del exilio no otorgaron ninguna prioridad ni reconocimiento a las peticiones de las mujeres. Jane Jaquette señala que:
A pesar de un comienzo prometedor, el futuro de la democracia en América del Sur está lejos de ser seguro. Las democracias de Sudamérica están bajo enorme estrés, y los grupos de mujeres están en una posición estratégica para influenciar el actual consenso frágil de respetar las reglas del juego democrático. El que las democracias sudamericanas sobrevivan entrando en los ‘90 va a depender, en gran parte, del rol que jueguen las mujeres.


Mujeres Que Bailan Solas: Las Arpilleristas y el Folklore Chileno
En 1983, muchas de las arpilleristas decidieron crear un grupo de folklore donde cantarían y bailarían colectivamente y compondrían canciones acerca de sus vidas como mujeres solas. Su performance más memorable tuvo que ver con la danza de la cueca sola. La mayoría de las cuecas tratan temas como el amor de una pareja y a través de la danza, se tejen diferentes etapas del interludio romántico. En la medida en que la guitarra y el arpa entonan la melodía y las manos alegremente aplauden al son del ritmo, el hombre levanta su cabeza y su gran pañuelo en la mano, y sonríe. Cara a cara, separados por unos pasos, los movimientos de la pareja se despliegan en un círculo imaginario.
La cueca sola se ha convertido en una importante metáfora para las mujeres chilenas que enfrentan la represión y violaciones a los derechos humanos. La danza representa la denuncia de una sociedad que permite que ocurra la desaparición de los cuerpos de víctimas de violencia política, una sociedad que les niega un entierro digno e impone el silencio a sus familiares. Mediante la cueca sola, las que bailan cuentan una historia con sólo sus pies, la historia del cuerpo mutilado de un ser querido. A través de sus movimientos y la música de la guitarra, las mujeres también recrean el placer de bailar con la persona desaparecida.

 

Figura 1. Mujeres bailando la cueca sola


Cuando las mujeres llegan a la pista de baile, hacen un llamado a los desaparecidos y bailan para ellos una danza a la vida. El compromiso a la verdad histórica y política que demuestran estas mujeres está ligado a su ética personal. Al bailar la danza nacional de este modo, los miembros del grupo denuncian las acciones del gobierno en un espacio público. Al bailar solas la danza nacional, las mujeres comienzan a emerger como seres históricos con identidad propia.
La cultura popular reconoce estos actos recordatorios en honor de los desaparecidos donde sea que las arpilleristas llevan a cabo su danza de soledad y amor perdido. Músicos reconocidos mundialmente se han inspirado y compuesto canciones sobre este ritual, como “They Dance Alone” (Bailan solas) de Sting y “Hay una mujer desaparecida” de Holly Near.
Una mujer que baila sola evoca, a través del ritmo de la cueca, la memoria del hombre ausente, y la danza, que comienza como experiencia placentera, se transforma en una fuente de dolor y memoria. El pañuelo recuerda al espectador de los mantos que cubren el cuerpo de un muerto. Los pasos de la mujer cobran cierto poder al moverse a lo largo del escenario vacío. A veces como preludio, un grupo de mujeres entra al escenario con una bandera bordada que proclama “Democracia en el país y en el hogar”, remarcando que lo personal es político y que la violencia doméstica está profundamente ligada a la violencia en el país en general.
Se cantan algunas cueca solas en manifestaciones y servicios recordatorios, entre ellas “Te he buscado tanto tiempo”. El tema de la canción es la búsqueda de una persona desaparecida, y la letra describe un largo viaje a través del país y una denuncia a los culpables:

Te he buscado tanto tiempo.
No te encuentro.
He perdido, he llorado,
y nadie quiere escucharme.

El poderoso coro revela la posición en la cual se encuentran los familiares en su búsqueda:

Exijo la verdad.
Removeré cielo y tierra
sin descanso,
y daré toda mi vida,
y daré toda mi vida
para saber dónde están.

El último verso de “La canción de la esperanza” es una reflexión sobre la búsqueda colectiva, la conciencia compartida en todas las que bailan y en todas las mujeres:

Dame tu mano, María.
Toma mi mano, Rosaura.
Dale tu mano, Raquel.
Pronunciemos nuestra esperanza.

Una mujer del grupo, al referirse al sentido de esperanza que comparten, nos dice lo siguiente:

Esta esperanza se basa en la fuerza que nos da la lucha por la vida. Puede ser que muchos de nuestros familiares no hayan sobrevivido las atrocidades a las cuales fueron sometidos, pero de acuerdo al testimonio de las personas que estuvieron con ellos, muchos podrían haber permanecido en lugares ocultos, y quizás todavía podamos salvarlos.

Al igual que las arpilleras, la danza representa una afirmación a la vida y la negación a la muerte. A través de la cueca sola y sus movimientos llenos de cadencias suaves y delicadas, las mujeres representan al cuerpo libre, el cuerpo que no ha sido torturado, y al cuerpo que está lleno de vida. Es por esta razón que el grupo de folklore se llama “Canto a la Vida”. Es una vida comprometida con la justicia social. La desaparición de un ser querido se convierte en parte de la historia de un país y el concepto de patria asume una identidad femenina. Uno de los slogans de las mujeres que luchan por los derechos humanos es “Libertad es nombre de mujer”. La cueca sola recuerda al pasado, la compañía de la pareja, el placer, el deseo, y la sensualidad de bailar con el ser amado. La danza también refleja el dolor de extrañar a un ser querido:

Alguna vez mi vida era dichosa.
Mi vida calma llenaba mis días,
pero la desgracia entró a mi vida,
mi vida perdió lo que más quería.
Alguna vez mi vida era dichosa.
Siempre me pregunto
¿dónde te tienen?
y nadie me responde
y no regresas.

Ver a una mujer bailar la cueca sola es una experiencia conmovedora porque sus pasos reflejan el transcurso diario de una historia nacional oscura. Estas mujeres están verdaderamente solas, sin saber dónde están sus seres queridos. La cueca sola y su relación con la resistencia y denuncia es un poderoso fenómeno de la cultura popular chilena. Muchas chilenas han sido maltratadas a través de la tortura o violencia doméstica. Las mujeres que bailan la cueca sola utilizan sus cuerpos y la sensualidad de sus movimientos para contar sus historias a un público fascinado y compasivo, y transforman a la danza nacional en un llamado a la libertad. Con su poderoso y conmovedor simbolismo, la cueca sola, como la arpillera, se ha convertido en una de las formas más creativas y efectivas de protestar contra los abusos a los derechos humanos en Chile.
Las arpilleristas no son solamente las costureras del enrevesado pasado chileno. Ahora, a través del ritual público de la danza, han mostrado con sus cuerpos lo que la arpillera ha mostrado con la tela: una vida de ausencias, una vida de tristeza. Viven y bailan solas. Cuando bailan y cantan la cueca sola, algunas sostienen fotos de sus seres queridos como si ellas mismas fueran arpilleras llenas de vida humana y movimiento.

En el Umbral de la Esperanza
En el verano de 1994, regresé a Chile a visitar a las mujeres. Durante nuestras reuniones, tratamos de llegar a un lugar de aceptación del pasado. Recordamos cómo tuve que llevar arpilleras escondidas en mi equipaje a los Estados Unidos. Recordamos las primeras protestas cuando las arpilleristas salieron a las calles a participar en acciones que luego serían bordadas en sus telas. La euforia inicial de los años que culminaron en la consolidación de la democracia se acabó, y es justo preguntar qué ha traído a las vidas cotidianas de estas mujeres la democracia o un sistema económico liberal. Para las catorce mujeres reunidas en esas tardes de diciembre y enero, la democracia les ha traído indiferencia, amnesia colectiva, y soledad. Las graves desigualdades sociales, como la extrema pobreza que afecta a casi la mitad de la población, ponen en evidencia que el nuevo consumismo y avances tecnológicos siguen beneficiando solamente a una minoría de chilenos.
La inserción al campo laboral de mujeres de clase trabajadora es aún más difícil, debido a la escasez de guarderías para niños provistas por el estado. A las arpilleristas y sus hijos también les afecta la falta de políticas que beneficien a los pobres. Solamente las madres y esposas de desaparecidos reciben una pequeña pensión compensatoria, que es apenas suficiente para su supervivencia.
El tema de derechos humanos y las implicancias para el país no es una preocupación fundamental del nuevo gobierno democrático. La presencia de las arpilleristas en huelgas de hambre o protestas sobre el tema de amnistía para los militares, es frecuentemente ignorada y subestimada por los medios. Ciudadanos indiferentes ignoran la fragil presencia de estas mujeres hambrientas y continúan con sus vidas diarias. Sólo los estudiantes y los sin voz las acompañan en su tristeza y en su búsqueda.
La sociedad chilena parece oscilar entre los umbrales de la memoria y el olvido, entre la necesidad de recordar y la necesidad de olvidar. Sin embargo, la reconciliación sin justicia y reconocimiento es un precio que las arpilleristas no pueden aceptar. Las arpilleristas viven y bordan en soledad. Dicen que tratarán de seguir haciendo arpilleras porque los desaparecidos no son fantasmas. Su presencia se borda en la tela. En este mes de diciembre, me encuentro con ellas en una pequeña habitación de la Iglesia Metodista que les ha brindado un espacio de trabajo durante los últimos cinco años. El dolor ha zurcado arrugas en sus rostros; sus ojos se ven hundidos y agotados. Las agota la indiferencia que envuelve a la nación. Con sus arpilleras, siguen recordando lo que el país elige olvidar. Su ropa, la misma ropa que usaron durante años, da fe de su tristeza permanente. Miro sus zapatos gastados—zapatos tristes que no van a bailes ni fiestas--los zapatos de mujeres cansadas que bailan solas.
En la sala de reunión en enero de 1994, se ven muchos colchones echados en el piso. Les pregunto a las mujeres por qué están ahí, y me contestan que los usaron durante una huelga de hambre en agosto de 1993 que duró más de cien horas. La huelga de hambre era en contra de la Ley de Amnistía que quería pasar el gobierno.
Las veo llegar en una mañana luminosa. Siempre entran a los cuartos vacíos y espacios oscuros y comienzan a abrir las ventanas y hervir un poco de agua para su té. Ninguna organización gubernamental auspicia su taller. Ya no hay un mercado para la distribución de las arpilleras, pero, no obstante, veo que sacan de bolsas de papel pedazos de tela de todos colores y comienza a emerger una arpillera de sus manos. Están trabajando en una arpillera colectiva que contiene muchos barriletes sobre los cuales van a bordar las palabras: vida, amor, y libertad. Sacan agujas y tijeras. Su vista se ha vuelto más delicada, y con paso lento empiezan a recortar formas de árboles, pájaros y rostros. Una de ellas me dice que va a incorporar la geografía de Chile en su arpillera con la pregunta, “¿Dónde están?” Las arpilleras comienzan a adquirir vida propia. Las mujeres hablan de los muertos mientras crean rostros sobre las telas. Han sobrevivido más allá de la muerte. Mientras bordan, sus cuerpos cansados y rostros sin expresión se vuelven más animados. Hacer arpilleras es como escribir poesía o dar vida. Como dice Toya, “Es como estar con ellos y hacerlos volver mientras miramos la tela, mientras bordamos los ojos y las manos y la palabra, vida”.

Las Arpilleristas y Su Legado
El final del apoyo a las arpilleristas por parte del Vicariato de Solidaridad es sintomático del estado general del silencio del país. La decisión del Vicariato de cesar el auspicio a los talleres es también una respuesta a la imposición sistemática por parte del gobierno democrático de valores culturales ligados al capitalismo mercantilista y la exaltación al éxito económico individual. Curiosamente, muchos de estos valores son vestigios del modelo autoritario del régimen anterior. Cada arpillera hecha por las víctimas del régimen militar es un fiel testimonio a una vida de oscuridad y al legado del miedo y también al poder de los individuos de crear belleza y paz bajo condiciones adversas. Las arpilleras representan el lado más noble del espíritu humano.
Las arpilleras son más hermosas cada vez que las veo. Exhiben manos sosteniendo palomas blancas, campos abiertos, enormes soles, y mujeres cuyas miradas atraviesan umbrales. A partir de la realidad concreta de sus vidas, a partir de las historias que han elaborado desde la detención de sus seres queridos, las arpilleristas se fueron desarrollando a lo largo de varias etapas desde el estridente grito de acusación a la postura más reflexiva de tiempos recientes que medita sobre el duelo colectivo de una sociedad que les ha negado una voz.
Este libro está dedicado al espíritu invencible de estas mujeres que no sólo buscan a sus hijos sino también al rostro de la verdad. Las palabras del joven poeta esloveno Ales Debeljak sintetiza esta visión: “La memoria colectiva de cualquier nación se sujeta a la experiencia del pasado, sin la cual no puede existir una visión del futuro”.

Figura 2. Protesta de habitantes de villas miserias, mujeres saliendo a la calle.

“Y de esta manera pasan los días y los meses, y con ellos, los buenos y los malos tiempos. Si quieres saber más acerca de nosotras, las ‘arpilleristas’, basta con mirar a nuestras arpilleras. Ahí es donde se cuenta la historia de nuestras vidas. Ahí encontrarán nuestros hogares, nuestros hijos, nuestros barrios y villas, nuestra pobreza, nuestras organizaciones de base, y sobre todo, nuestra lucha.”

Figura 3. Una madre y su hija joven.

La madre porta la letra “A” que es la identificación con la asociación de los desaparecidos. Esta es una arpillera poco común porque generalmente a las madres se las representa solas. La niña habla del futuro y de la regeneración.
“Al hacer arpilleras, las personas pequeñas son la parte más difícil de hacer y llevan mucho tiempo. A veces me canso…entonces pienso en mi hija mayor y me vuelve la energía. Quiero que crezca y que vaya a la universidad, que pueda ser profesional, es mi deseo en la vida. ¿Podrá realizarse este sueño?”

Figura 4. Mujeres en el taller de arpilleras

Atrás están los detenidos-desaparecidos. Esta arpillera muestra un real sentido de lo que era trabajar en los sótanos de las iglesias en los barrios pobres de Santiago.
“Somos dieciocho mujeres en nuestro taller. Nos ayudamos y nos criticamos cuando las cosas no salen bien. Queremos trabajar cada vez mejor, hacer arpilleras más bonitas, porque necesitamos lograr que la gente las disfrute y las compre. Cuando caen las ventas nos ponemos nerviosas y no sabemos qué hacer. Pero al final, nunca perdemos la esperanza…”

Figura 5. Mujeres que se han encadenado frente al Congreso

Mujeres que se han encandenado frente al Congreso nacional durante la democracia, exigiendo verdad y justicia. Esta es una de las primeras arpilleras, hecha en 1974 por Doris Meniconi.

Figura 6. "Contra-arpillera" hecha en el Centro de la Madre.

Esta es una “contra-arpillera” hecha en el Centro de la Madre, auspiciado por la esposa de Pinochet, donde se llevó a cabo un severo adoctrinamiento. Esta arpillera muestra un mundo casi quieto y perfecto, lejos de aquel mundo revelado por las arpilleristas. Los materiales también eran de mayor calidad que los usados por las esposas de los prisioneros políticos.

 





© 2009 Nora Strejilevich