Nora Strejilevich - Books / Stories - La Contrucción del Sentido

 


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Nora Strejilevich
Argentina / Canada

LA CONSTRUCCION DEL SENTIDO

A Demetrio, preso en la cárcel de Rawson

... te armabas toda una vida clandestina cuando en realidad estabas observado por todos lados. Porque bueno, podes tener una vida clandestina en una ciudad, cuando estas libre. Tener una vida clandestina como existe en las cárceles de todo el mundo. es otra cosa. En el caso nuestro, de los presos políticos, 10 que escondíamos eran materiales. Cuando nos sacaban los lápices escondíamos los lápices, o los tanquecitos de tinta, de birome, para poder prefabricar tinta y seguir escribiendo: libros traducidos en papelitos de cigarri¬11o, por ejemplo. Esa actividad presupone una tarea logística: armar recovecos, inventar materiales con cosas impensables. Todo para comunicarse.

Lo que me contaba era lo de menos. Lo importante era descifrarlo, y sobre todo, sentir su presencia en mi empecinada búsqueda de sentido. Fue en la época en que nos dejaron leer otra cosa que la Biblia, en que podían entrar libros, si bien registrados por los previsibles ojos de la censura. En ese entonces mi madre, que me visitaba religiosamente cada cuarenta y cinco días -el plazo autorizado por la cárcel- me entregó una novela, mientras pronunciaba cuatro palabras claves: - Te la manda Paula.

Viniendo de mi mujer, el regalo tenía que esconder un mensaje. Entre las páginas no podía estar atrapada sólo la forma de su ausencia. Una foto suya me hubiera dejado el sabor amargo de su falta, pero el libro trasuntaba su ser, o al menos su anticipo. No cabía guiarse por huellas visibles. Una palabra subrayada no podía pasar la requisa: seria detectada como señal del mundo de lo comunicable. Prohibido. El mensaje, entonces, no se podía ver, pero se palpaba al dar vuelta las páginas. Lo urgente era encontrarlo.

Tiempo no me faltaba: mi condena sin límite me dejaba a disposición de un Ejecutivo tan inoperante como abstracto. El calendario de la pared era y es un elemento decorativo: no lo necesita¬ba para contar los días que me separaban de la siguiente visita. Por ser lo único que habían dejado en pie las constantes incursiones de la guardia (dedicada meticulosamente a expropiar cualquier indicio de intimidad) me servía para tomar descansos tras largas horas de investigación. Fijar la mirada en uno de los paisajes que ilustraban cada mes del año era un alivio, porque corría el riesgo de enloquecer a fuerza de bucear en un mundo que no tenía más asidero que mi fe.

Paula me había mandado una incógnita disfrazada de objeto, y eso me alimentaba algo parecido a la esperanza. Pero no había que exagerar: en ese horizonte monocorde las emociones pueden desca¬rriarse fácilmente, sorprenderlo a uno con una pirueta mortal. Para esa época habían aflojado un poco los controles: en vez de autorizar la compra de un paquete de yerba al mes permitían dos, se podía caminar de a tres en los recreos, encontrar un mínimo consuelo en tales migajas de placer. Justamente entonces, cuando uno podía bajarle el volumen a la amargura, enloquecieron varios. Como si la guardia interna se relajara con la externa, permitiéndole al dolor abalanzarse sobre el cuerpo, apropiarse de la mente y lanzarlo a uno hacia otro universo, a años luz del compartido y protegido por las propias reglas y rutinas. Rocé ese abismo cuando me posé el libro en la oreja como quien se dispone a oír la concha de un caracol. No esperaba recuperar los ecos difusos de su voz, ni el oleaje del Atlántico. Quien sabe que esperaba. Apenas tanteaba, en mi opaca incertidumbre, esa posibilidad oculta que me aguijoneaba el insomnio. Sacudí el libro con furia, harto de impotencia, sabiendo que de las hojas no saltaría respuesta alguna.

Leí los capítulos en orden y salteados, como si Cortázar me recomendara la lectura anárquica de su Rayuela. La caza del tesoro me obsesionaba: aposte a la sucesión de los párrafos, a la repetición de ciertas palabras, probé todas las formas imaginables de lectura no veloz. Esa labor infernal era, sin embargo, un consuelo: me mantenía a salvo de la búsqueda de una Paula inalcanzable encerrada, como yo, entre las cuatro paredes de una condena. Estaba presa en el pabellón de mujeres de una cárcel no muy distinta a la mía.

No recuerdo la novela, creo habérselo dicho. Sé que había buenos y malos, detectives y amoríos: una de tantas historias salpicadas de sangre y de sexo que podían pasar por el escrutinio de los jueces sin despertar sospechas. Aunque La sagrada familia, según cuentan, tampoco las despertó, en tiempos vertiginosos en que se conformaban con aprobar o reprobar el material a partir de los títulos. A fuerza de bucear en lo invisible se me desdibujaban los hilos de la trama. La narración era eso que me pasaba mientras imaginaba eso otro que debía figurar en alguna parte. Llegué a sospechar que el mensaje lo podría dar el silencio de una página arrancada en la mitad de algún suspenso. Pero ni siquiera eso era viable, los especialistas no hubieran autorizado tamaña señal de complot.

Pasaron meses sin que se me ocurriera lo de las letras. ¿Cómo podía haberlo imaginado, si una aguja era un lujo inaudito en nuestra vida cotidiana? Es cierto que había formas de provisión secreta, redes desplegadas fuera del alcance de las miradas vigilantes, que hacían posible la aparición y distribución de lo imposible. Quizás por no haber leído suficientes novelas de espionaje, no se me había ocurrido bucear en las letras mismas.

Durante sus visitas mi madre me trataba de explicar algo a través del micrófono, fono micro que volvía todo sonido macro. Hablaba como acariciando el aire, con tanta suavidad que nadie lograba entenderla, ni siquiera yo. Hasta que un día se le ocurrió repetir un verso, algo que sonaba como un poema, que al final decía "que son letras". Las tres palabras quedaron colgadas de mi memoria como una obsesión. Esa fue la clave que me iluminó. Revisando hoja por hoja no había marca de tinta, no había marca de nada, pero al final di con los casi invisibles agujeritos. Si de cada palabra seleccionaba la letra perforada, podía deletrear su carta.

¿Cómo describir mi alegría, la desbordante sensación de poder que me dio el descubrimiento, el goce de cada palabra reconocida, de cada oración rearmada, hasta hilvanar la carta completa en la memoria? Esta de más aclarar que tampoco podía tomar nota de lo que leía, que debía fijar las secuencias en el aire para reconstruir el conjunto. Como había estudiado mnemotecnia en el colegio, pude rescatar algunas recetas del archivo mental. Use la inventada por Santo Tomás. Se ubican las cosas que uno desea recordar en cierto orden, y se cultiva un afecto especial por cada una. Se crean similitudes, parentescos inusuales que faciliten la visualización. Como se trataba de letras marcadas, no de palabras, recurrí a una vuelta de tuerca que se pensó en el Renacimiento. Se elige un modelo arquitectónico: una casa pelada, un palacio, un teatro en 105 que uno quiera albergar la memoria. Se construye el esqueleto, sin muebles ni adornos. En cuanto las paredes, las habitaciones o los pasillos se han alzado con nitidez, se estampa en lugares visibles -a la entrada de una pieza, encima de una puerta- lo que se quiere grabar. Si se ordenan las palabras en serie, siempre que uno reconstruya la casa aparecerá el texto en su lugar. Con el uso las imágenes se endurecen como el adobe, o la cal, y es difícil que caigan en el olvido.

Así fue que construí mi casa, letra por letra. Tras armar las palabras básicas volví a decorarla: verbos, adjetivos y sustantivos parieron frases. Hasta que pude recorrer todos 105 cuartos de mi felicidad: la carta entera. Paseaba feliz por el trazo tenue que entrelaza fantasía y recuerdo.

Novela va, novela viene, nos escribimos así durante años. Hasta que Paula salió en libertad vigilada, y un día le permitieron viajar. Vino a verme. -¡Prepárese para salir!-, me ordenaron una tarde cualquiera. Pensé visita, mi vieja. Me requisaron como siempre, lo nuevo fue escuchar: -Agarre un banco-. ¿Un banco? Nos mandaron a un patio, no al locutorio. No entendía nada. Salí y ahí estaba mi mujer. ¿Se imagina? No sé cómo consiguió permiso para una visita de contacto, en la que uno puede textualmente tocarse. Ahí estaba, ella en persona abrazándome, murmurándome no se que frases al oído que me quedaron machacando. Volví al pabellón mareado, sumergido en su voz.

No sabía que me había dicho. Todo había sido tan veloz, me había inundado el lenguaje que se despliega en sonido. Acostumbrado al silencio de los planos, a las letras que palmo a palmo van formando la dudosa palabra, no supe descifrar la catarata de tonos matizados por el tibio roce de la piel. Necesitaba las páginas porosas de nuestros diálogos, no entendía el vocabulario de un cuerpo que dice con sonido, con deseo.

Desde entonces la oigo, como en sordina, repitiendo fragmentos de palabras que se me escapan. En cuanto creo atraparlos se deshacen, me pueblan sílabas vaporosas y no hay llave, por ahora, que logre abrirme un sentido. Mi casa esta vacía, y de a ratos tiendo a confundir el castellano con ese extraño balbuceo al que me voy habituando. Me paso días y noches concentrado en su voz, que me resuena en el cuerpo, que me recorre sin decirme nada concreto. Ya ni siquiera mi madre me da una mano, pero no me doy por vencido. Me impulsa una fuerza más grande que yo, una esperanza.

Paula, no sé porqué, hace tiempo dejó de visitarme.






© 2005 Nora Strejilevich