A
Demetrio, preso en la cárcel de Rawson
... te armabas toda una vida clandestina
cuando en realidad estabas observado por todos lados. Porque
bueno, podes tener una vida clandestina en una ciudad, cuando
estas libre. Tener una vida clandestina como existe en las
cárceles de todo el mundo. es otra cosa. En el caso
nuestro, de los presos políticos, 10 que escondíamos
eran materiales. Cuando nos sacaban los lápices escondíamos
los lápices, o los tanquecitos de tinta, de birome,
para poder prefabricar tinta y seguir escribiendo: libros
traducidos en papelitos de cigarri¬11o, por ejemplo.
Esa actividad presupone una tarea logística: armar
recovecos, inventar materiales con cosas impensables. Todo
para comunicarse.
Lo
que me contaba era lo de menos. Lo importante era descifrarlo,
y sobre todo, sentir su presencia en mi empecinada búsqueda
de sentido. Fue en la época en que nos dejaron leer
otra cosa que la Biblia, en que podían entrar libros,
si bien registrados por los previsibles ojos de la censura.
En ese entonces mi madre, que me visitaba religiosamente cada
cuarenta y cinco días -el plazo autorizado por la cárcel-
me entregó una novela, mientras pronunciaba cuatro
palabras claves: - Te la manda Paula.
Viniendo de mi mujer, el regalo tenía que esconder
un mensaje. Entre las páginas no podía estar
atrapada sólo la forma de su ausencia. Una foto suya
me hubiera dejado el sabor amargo de su falta, pero el libro
trasuntaba su ser, o al menos su anticipo. No cabía
guiarse por huellas visibles. Una palabra subrayada no podía
pasar la requisa: seria detectada como señal del mundo
de lo comunicable. Prohibido. El mensaje, entonces, no se
podía ver, pero se palpaba al dar vuelta las páginas.
Lo urgente era encontrarlo.
Tiempo no me faltaba: mi condena sin límite me dejaba
a disposición de un Ejecutivo tan inoperante como abstracto.
El calendario de la pared era y es un elemento decorativo:
no lo necesita¬ba para contar los días que me separaban
de la siguiente visita. Por ser lo único que habían
dejado en pie las constantes incursiones de la guardia (dedicada
meticulosamente a expropiar cualquier indicio de intimidad)
me servía para tomar descansos tras largas horas de
investigación. Fijar la mirada en uno de los paisajes
que ilustraban cada mes del año era un alivio, porque
corría el riesgo de enloquecer a fuerza de bucear en
un mundo que no tenía más asidero que mi fe.
Paula me había mandado una incógnita disfrazada
de objeto, y eso me alimentaba algo parecido a la esperanza.
Pero no había que exagerar: en ese horizonte monocorde
las emociones pueden desca¬rriarse fácilmente,
sorprenderlo a uno con una pirueta mortal. Para esa época
habían aflojado un poco los controles: en vez de autorizar
la compra de un paquete de yerba al mes permitían dos,
se podía caminar de a tres en los recreos, encontrar
un mínimo consuelo en tales migajas de placer. Justamente
entonces, cuando uno podía bajarle el volumen a la
amargura, enloquecieron varios. Como si la guardia interna
se relajara con la externa, permitiéndole al dolor
abalanzarse sobre el cuerpo, apropiarse de la mente y lanzarlo
a uno hacia otro universo, a años luz del compartido
y protegido por las propias reglas y rutinas. Rocé
ese abismo cuando me posé el libro en la oreja como
quien se dispone a oír la concha de un caracol. No
esperaba recuperar los ecos difusos de su voz, ni el oleaje
del Atlántico. Quien sabe que esperaba. Apenas tanteaba,
en mi opaca incertidumbre, esa posibilidad oculta que me aguijoneaba
el insomnio. Sacudí el libro con furia, harto de impotencia,
sabiendo que de las hojas no saltaría respuesta alguna.
Leí los capítulos en orden y salteados, como
si Cortázar me recomendara la lectura anárquica
de su Rayuela. La caza del tesoro me obsesionaba: aposte a
la sucesión de los párrafos, a la repetición
de ciertas palabras, probé todas las formas imaginables
de lectura no veloz. Esa labor infernal era, sin embargo,
un consuelo: me mantenía a salvo de la búsqueda
de una Paula inalcanzable encerrada, como yo, entre las cuatro
paredes de una condena. Estaba presa en el pabellón
de mujeres de una cárcel no muy distinta a la mía.
No recuerdo la novela, creo habérselo dicho. Sé
que había buenos y malos, detectives y amoríos:
una de tantas historias salpicadas de sangre y de sexo que
podían pasar por el escrutinio de los jueces sin despertar
sospechas. Aunque La sagrada familia, según cuentan,
tampoco las despertó, en tiempos vertiginosos en que
se conformaban con aprobar o reprobar el material a partir
de los títulos. A fuerza de bucear en lo invisible
se me desdibujaban los hilos de la trama. La narración
era eso que me pasaba mientras imaginaba eso otro que debía
figurar en alguna parte. Llegué a sospechar que el
mensaje lo podría dar el silencio de una página
arrancada en la mitad de algún suspenso. Pero ni siquiera
eso era viable, los especialistas no hubieran autorizado tamaña
señal de complot.
Pasaron meses sin que se me ocurriera lo de las letras. ¿Cómo
podía haberlo imaginado, si una aguja era un lujo inaudito
en nuestra vida cotidiana? Es cierto que había formas
de provisión secreta, redes desplegadas fuera del alcance
de las miradas vigilantes, que hacían posible la aparición
y distribución de lo imposible. Quizás por no
haber leído suficientes novelas de espionaje, no se
me había ocurrido bucear en las letras mismas.
Durante sus visitas mi madre me trataba de explicar algo a
través del micrófono, fono micro que volvía
todo sonido macro. Hablaba como acariciando el aire, con tanta
suavidad que nadie lograba entenderla, ni siquiera yo. Hasta
que un día se le ocurrió repetir un verso, algo
que sonaba como un poema, que al final decía "que
son letras". Las tres palabras quedaron colgadas de mi
memoria como una obsesión. Esa fue la clave que me
iluminó. Revisando hoja por hoja no había marca
de tinta, no había marca de nada, pero al final di
con los casi invisibles agujeritos. Si de cada palabra seleccionaba
la letra perforada, podía deletrear su carta.
¿Cómo describir mi alegría, la desbordante
sensación de poder que me dio el descubrimiento, el
goce de cada palabra reconocida, de cada oración rearmada,
hasta hilvanar la carta completa en la memoria? Esta de más
aclarar que tampoco podía tomar nota de lo que leía,
que debía fijar las secuencias en el aire para reconstruir
el conjunto. Como había estudiado mnemotecnia en el
colegio, pude rescatar algunas recetas del archivo mental.
Use la inventada por Santo Tomás. Se ubican las cosas
que uno desea recordar en cierto orden, y se cultiva un afecto
especial por cada una. Se crean similitudes, parentescos inusuales
que faciliten la visualización. Como se trataba de
letras marcadas, no de palabras, recurrí a una vuelta
de tuerca que se pensó en el Renacimiento. Se elige
un modelo arquitectónico: una casa pelada, un palacio,
un teatro en 105 que uno quiera albergar la memoria. Se construye
el esqueleto, sin muebles ni adornos. En cuanto las paredes,
las habitaciones o los pasillos se han alzado con nitidez,
se estampa en lugares visibles -a la entrada de una pieza,
encima de una puerta- lo que se quiere grabar. Si se ordenan
las palabras en serie, siempre que uno reconstruya la casa
aparecerá el texto en su lugar. Con el uso las imágenes
se endurecen como el adobe, o la cal, y es difícil
que caigan en el olvido.
Así fue que construí mi casa, letra por letra.
Tras armar las palabras básicas volví a decorarla:
verbos, adjetivos y sustantivos parieron frases. Hasta que
pude recorrer todos 105 cuartos de mi felicidad: la carta
entera. Paseaba feliz por el trazo tenue que entrelaza fantasía
y recuerdo.
Novela va, novela viene, nos escribimos así durante
años. Hasta que Paula salió en libertad vigilada,
y un día le permitieron viajar. Vino a verme. -¡Prepárese
para salir!-, me ordenaron una tarde cualquiera. Pensé
visita, mi vieja. Me requisaron como siempre, lo nuevo fue
escuchar: -Agarre un banco-. ¿Un banco? Nos mandaron
a un patio, no al locutorio. No entendía nada. Salí
y ahí estaba mi mujer. ¿Se imagina? No sé
cómo consiguió permiso para una visita de contacto,
en la que uno puede textualmente tocarse. Ahí estaba,
ella en persona abrazándome, murmurándome no
se que frases al oído que me quedaron machacando. Volví
al pabellón mareado, sumergido en su voz.
No sabía que me había dicho. Todo había
sido tan veloz, me había inundado el lenguaje que se
despliega en sonido. Acostumbrado al silencio de los planos,
a las letras que palmo a palmo van formando la dudosa palabra,
no supe descifrar la catarata de tonos matizados por el tibio
roce de la piel. Necesitaba las páginas porosas de
nuestros diálogos, no entendía el vocabulario
de un cuerpo que dice con sonido, con deseo.
Desde entonces la oigo, como en sordina, repitiendo fragmentos
de palabras que se me escapan. En cuanto creo atraparlos se
deshacen, me pueblan sílabas vaporosas y no hay llave,
por ahora, que logre abrirme un sentido. Mi casa esta vacía,
y de a ratos tiendo a confundir el castellano con ese extraño
balbuceo al que me voy habituando. Me paso días y noches
concentrado en su voz, que me resuena en el cuerpo, que me
recorre sin decirme nada concreto. Ya ni siquiera mi madre
me da una mano, pero no me doy por vencido. Me impulsa una
fuerza más grande que yo, una esperanza.
Paula, no sé porqué, hace tiempo dejó
de visitarme.