Argentina:
En la Argentina del 2001 y del 2002 no puedo ni tomar notas
porque antes de la primera frase ya estuve en cuatro marchas
y cayeron varios presidentes. Me tomo un café para
darme tiempo a la autocrítica - para echarme en cara
de que no salí con la cámara para la caída
del primero, cuando ya cayeron otros tres. Siempre a las
corridas y detrás de los acontecimientos, sin poder
anticiparme a nada, con la lengua afuera y el estómago
en la boca. Cada cántico me arranca la memoria y
las tripas. Cada represión me revolea en el aire
como a esos panqueques que vuelven a caer a la sartén
de la cual, como bien sabemos, nunca tenemos el mango.
-La noche en que De la Rúa finalmente se atrevió
a balbucear el discurso manufacturado por su hijo para anunciar
el Estado de Sitio por las cadenas de radio y televisión,
fui testigo de un ábrete sésamo que largó
a la población a la calle como si el corcho de algún
espumante hubiera sido destapado para siempre. Todos fuimos
testigos de eso, no cabía dudas de que ese era el
comienzo y el fin de algo. Quienes compartimos la calle
esa madrugada volvimos a aprender lo que es ser parte de
una ola de efervescencia que desafía las leyes de
gravedad, que desafía las leyes. Y ese desafío
es la alegría más radical. Lástima
que después llega el postre de siempre: gases lacrimógenos
y tiros, pedradas, corridas, más tiros. Veinte muertos
cuentan los que suman, otra masacre más.
Llevo 25 años lejos de y sin extrañar a la
policía federal, y seguramente podría pasarme
la vida sin extrañarla, pero ella siempre se hace
presente. Me toco meterme en un café de Callao a
eso de las cuatro de la mañana de ese 20 de diciembre
para ver las noticias y para tomar un café y recuperar
fuerzas antes de seguir con la fiesta post radicales y post
Cavallo, post tragarse la píldora y post sueño
del pibe para muchos.
En un abrir y cerrar de ajos estaba mojando pañuelos
en el baño para contrarrestar los gases lacrimógenos,
las persianas del bar se habían bajado y todos estábamos
entre paréntesis, como atajando los minutos para
saber en que escala seguiría la música, si
seguía. En un par de minutos eternos la Academia
se había hundido en una atmósfera de pesadilla,
de las que uno quiere despertar pero no hay quien lo sacuda
con la fuerza necesaria. Finalmente se entorno la puerta
y empezaron a salir algunos, en puntas de pie y cabizbajos.
Mi amiga y yo rajamos y nos tomamos el primer taxi que se
nos cruzó, nos metimos en su casa y entramos en una
pesadilla que ya era de terror, pero por televisión.
Veinte años no es nada y haber sobrevivido un campo
de concentración no te prepara para estos bis en
tono nada menor. Y si no te prepara para esto, no te prepara
para nada. Si después de escribir un libro sobre
la muerte numerosa y sus infinitas huellas todavía
no estás preparada, para qué seguís
escribiendo.
Por eso dejé que todo me pase por delante, por arriba,
por adentro, por derecho y por revés y no tome ni
media nota. Nada de nada. Tragué diarios y revistas,
escuché radios y miré la TV como cualquier
hijo de vecino, como muchos viví más en la
calle que bajo techo, me enrosqué en plazas, en esquinas
y en calles interrumpidas por el Que se vayan todos y el
ensordecedor ruido de tapas contra botellas de plástico,
ollas contra cucharas, tapas contra tapas y mil variantes
del ruido del hartazgo. Acompañe piquetes, asistí
a debatidos parques de memorias, a encuentros de mujeres,
mastiqué imágenes, me entusiasmé y
me frustre día a día, como tantas y tantos
que siguen mientras yo me tomo el tiempo de recordar en
voz alta. Y puedo recordar porque a la hora de mis campanas
a mi medianoche me fui. AI aeropuerto. Una suerte en los
tiempos que corren, dirán muchos. Y una razón
más para callarse, casi por pudor.
Por eso ahora que me piden mi palabra de escritora, de argentina
y de itinerante, sólo atino a decir: no hay nada
que me haya preparado para ser argentina, hecho que a menudo
me traba los dedos y el alma. Como me tocó irme como
a tantos, soy itinerante porque no puedo dejar de ser argentina
ni de escribir.
Budapest:
Llegué a la estación este de BudaPest, tras
una noche de sacudones -pasaporte pasaporte, me pedían
al atravesar el tren países en los que ni en mis
más remotos sueños pensaba recalar. ¿
Bratislavia? ¿Croacia?
Bigotes enojados, impacientes, el sello en la mirada y en
la mano, golpeando cada media hora el vidrio de mi cabina
cerrada, para registrar mi pasaporte, mi pasaje, pasaje,
pasaporte, visa pasaporte pasaje. En la estación
de tren encuentro un teléfono desde el que mi mundo
personal, familiar, querido, vuelve. La voz de Krizta, que
si bien no me puede ver hasta dentro de unos días,
se ríe conmigo, me entiende y hasta me indica cómo
llegar a Pécs, mi destino mas inmediato, al sur del
país, a unas tres horas de tren. Ojo que hay dos
estaciones y no recuerdo de cuál sale el tuyo. Salía
de la otra, y nadie me lo advirtió, pero por suerte
todo a tiempo y ya estoy en el otro tren que me arrulla
y llego a la estación miniatura de Pécs donde
tampoco hablan inglés. Es hora de buscar el teléfono
del departamento de español, que organizó
el evento, para que me den una mano. Noto, recién
ahora, que el congreso empieza mañana. Llamo y la
secretaria corta porque parece que mi flujo verbal no le
dice nada. Que hacer, pido indicaciones para llegar a la
universidad pero me indican desde una ventanilla, muy de
mala gana, centrum centrum. Les hago entender que necesito
el número del colectivo que seguramente ira al centro,
y finalmente dan un dato con¬creto: 30. En la cola del
30 hay dos jóvenes que sí, bravísimo,
hablan inglés y me ofrecen una mano. Una mano que
me lleva al dormitorio estudiantil, donde puedo por fin
caer a un colchón y dormir. Déjenme dormir
en mi lengua por favor, hasta mañana no me cuenten
que el mundo es y se escribe en húngaro.
Al día siguiente, en la universidad, reina el español.
Las huestes han llegado y empiezo a ver perfiles conocidos
y desconocidos pero familiares. Chilenos, venezolanos, colombianos,
empezamos a mirar el nombre escrito en el pecho, donde se
indica el origen de cada participante. El mío dice
Italia. Para variar los he mareado. Llegué de Roma,
les aclaré que vengo de Latinoamérica, que
trabajo en San Diego... Italiana será, concluyeron
para no caerse del mapa. Y noto lo saludable que me resulta
ser otra, entre las míos.
Contar:
Podría
empezar diciendo:
Érase una vez una mujer.
Pero esto no es cantar.
Por qué érase y no es, por qué una
vez y no muchas,
Por qué una mujer y no cualquier mujer?
Lo
que cuenta es contar:
contar conmigo, contar con vos,
con el pronombre personal en segunda persona del
singular del tipo rioplatense.
Y
como no puedo contar con vos, no puedo contar.
Será cuestión de contar con alguien, por lo
menos con uno.
Y por qué no: Contar con ideas, con tiempo, con ganas,
con pasión.
Será cuestión
de no contarse lo incontable
para entonces poder contar algo, a con algo, o con alguien.
Será cuestión de no contarse lo incontable,
que sin duda es lo único que para mí,
aquí y ahora, cuenta.
Duda:
¿Hace
falta estar en las últimas para pensar que quizás
haga falta hacer alga para no llegar alas últimas?
Exilio:
Mi abuela nació en Visogrod, en las afueras de Varsovia.
Llegó a la Argentina con dos hijas a comienzos del
siglo veinte. En busca de un mundo mejor, soñado
por el marido. La familia de mi padre viene de Rusia Blanca,
según dicen. Todos se hicieron argentinos y siguieron
siendo judíos, a su manera.
Me fui de la Argentina en los post mediados del siglo veinte,
huyendo de un mundo que había sido mejor. Cuando
ese mundo mejor se quebró entendí de qué
huían aquellos judíos que habían llegado
a principios de siglo. Me nacionalice canadiense. Soy una
argentino-canadiense hija de ruso-polacos que en veinticinco
años vivió en una docena de ciudades. Cuando
en los formularios me preguntan si soy hispana o caucásica
me pregunto si no habrá algún casillero donde
todo pueda cruzarse. De ese casillero no seguiría
mudándome.
Feliz:
que
los cumplas feliz es lo único que me viene a la mente.
Es casi obscena esta palabra, mirada de frente y sin miramientos.
Propongo quitarla del diccionario de travesías. Tampoco
quiero infeliz. Las cosas son un poco mas complicadas hoy
por hoy.
Gerardo:
Mi hermano, desaparecido. Secuestrado el 15 de julio de
1977 con su novia Graciela Barroca, llevados al Club Atlético.
Torturados y asesinados. No sé ni cuándo ni
dónde, pero se que alguien lo sabe.
Gerardo compite en la carrera
de postas de primer grado. Preparados, listos!!! Yaa!!!
Gerardito corre entre los más rápidos. De
golpe se para y gira la cabeza ciento ochenta grados. Sonríe
y saluda con la mano: está mamá. Sigue a toda
velocidad y llega último. Se larga a llorar.
Gerardo va a primer año de la secundaria y todavía
no usa pantalón largo. El nene esta adelantado un
año.
Gerardito quiere ser director de orquestra y sus padres
lo convencen de todo lo contrario. Gerardito hace travesuras
y siempre lo pescan.
Gerardo es inteligente pero no estudia.
Gerardo cambia de colegio porque lo echan. Tiene más
amonestaciones que pelos en la cabeza.
Gerardo se opera una rodilla para salvarse de la colimba.
Gerardo estudia pero no trabaja. Gerardo saca la cara en
las asambleas, maldita universidad.
Gerardito tiene novia y la trae a dormir a casa.
Gerardo redacta volantes en la máquina de escribir
de papá.
Gerardito es divertido, ingenioso, amistoso y audaz.
Gerardo escribe demasiado:
Tenemos en el país una orquesta compuesta por:
Director: Juan Carlos Represor.
Intérpretes: obreros y campesinos, con la actuación
especial de algunos pequeñoburgueses.
Esta música, compuesta en Buenos Aires City, se divide
en tres tiempos:
Económico (imperialismo vivace),
Social (andante en cana o estado de sitio con molto) y
Político (fuga en futuro fraude mayor).
Gerardo esta fichado. No viene a dormir a casa.
Gerardo apoya la violencia de abajo y desafía la
violencia de arriba.
Gerardo teme porque lo siguen.
Gerardo insiste:
Es
como tomar conciencia, como verse repentinamente no perenne,
como si te afanaran un cacho de vos mismo así, socarrona,
sobradamente y te dijeran: "Quedate musa, bepi",
insinuándote que al fin y al cabo, quieras o no,
te seguirán afanando -poco a poco, es cierto-hasta
que no queden más que tus cenizas.
Gerardo casi seguro no mató y seguro que no secuestró
a nadie. A Gerardo seguro lo secuestran y casi seguro que
lo matan.
Hogar:
dulce hogar. Una utopía,
un no lugar.
Itinerante:
No tener raíces, transitar,
tener el vicio de los trenes y de las alas. Sentir atracción
por la incertidumbre de los mapas inacabados. Es decir,
aceptar el derrotero de una genealogía de errantes.
(faltan páginas)
Mujer:
Cuando
era chica media al milímetro lo que me pedían
hacer en comparación con lo que le correspondía
a mi hermano. Era un proceso de cálculo bastante
arduo y nadie me podía soplar el resultado. ¿Baldear
el patio, equivalía o no a regar las plantas? ¿Ir
a hacer las compras era igual, más, o menos que hacer
las camas? Me negaba a colaborar hasta no verificar que
el diámetro de su labor era por lo menos igual al
que me tocaba -aunque siendo la menor era de esperar que
su tarea ocupara mas espacio y tiempo que la mía.
Su trabajo extra tenía que ser exactamente proporcional
a los veintitrés meses y una semana que me llevaba,
pero las equivalencias exactas al traducir esta cifra al
espacio de seis por diez del patio, por ejemplo, me resultaban
demasiado complicadas en los tiempos en que apenas manejaba
la regla del tres.
De adolescente me irritaba no poder pasar por una obra en
construcción sin tener que oír las más
disparatadas asociaciones de palabrotas en relación
a las partes visibles e invisibles de mi cuerpo. Mi hermano
me tranquilizaba diciendo que cuando creciera me iba a gustar,
o por lo menos a causar gracia. Lástima que no pase
del metro y medio. Será por eso que nunca tuve la
oportunidad de experimentar esas sensaciones anticipadas
por la voz frater¬nal. Lamentablemente mi estómago
siguió sin digerir el abrupto acoso de palabras lanzadas
desde arriba, desde ese lugar del que mide y juzga el envase
sin que una se atreva a sacar la vara y medir con la misma
impudicia. Estas y otras sutiles y no tan sutiles violencias
a mi género solo cesaron para mi cuando -a eso de
los cuarenta y solo porque parezco mas joven de lo que dice
la partida de nacimiento - deje de ser alguien digna de
ser atravesada por ojos masculinos en la vía publica.
Cuando llegué a la universidad en Canadá me
recibió un profesor de cuyo nombre no quiero acordarme.
Tras los exámenes de inglés y pruebas de todo
tipo y color que pase antes de aterrizar, insinuó
que me habían aceptado para el programa de literatura
gracias a la foto que tuve que incluir en la solicitud.
Esta de más aclarar que no soy Raquel Welsh, y que
estos diálogos nacen del uso habitual de aquel lenguaje,
ahora más refinado, que conocí gracias a los
obreros de la construcción. Recién ahora dije
Eureka. No hay fronteras para esta medición de mujeres
con una regla que no mide (a diferencia de la que yo usaba
de chica) otra cosa que la forma de la nariz o el diámetro
de las caderas.
Claro
que simplifico, pero no tanto. Si nos aceptan en otros terrenos,
es porque nos parecemos a ellos. Un ex novio, escritor,
me explico que Virginia Wolf escribía como un hombre
-o sea, tan bien como un hombre. Y eso que ya andábamos
por los años ochenta, y no en los sesenta, cuando
mi viejo aseguraba que me parecía a el si y solo
si hacía algo que contaba con su aprobación,
de lo contrario me parecía a mi madre.
Con el tiempo también me percate del micrófono.
Cuando volví al país tras ocho años
de ausencia, un amigo me contó no solo lo que Ie
había pasado a él en la Argentina sino también
(casi casi) lo que me había pasado a mí en
el exilio. Como había visitado Canadá por
dos semanas, fue capaz de describirme como era el país
que me había dado refugio. No hizo falta que yo acotara
nada: su relato era casi perfecto. Lo único que faltaba
era un mínimo detalle: yo.
Atando cabos tras años de tomar nota, me di cuenta
que hasta a mí (que vengo entrenada desde mi más
tierna infancia en compartir el espacio con "ellos")
me resulta difícil sacarles ese micrófono
al que están tan habituados, sobre todo porque no
me interesa sacarle nada a nadie. En realidad se trata de
otra cosa. Tal vez a esa otra cosa nos vamos abriendo paso
las mujeres, siglo a siglo. Digamos que nos encaminamos
hacia una tecnología más moderna, que no necesita
de micrófonos para ganar espacio. Una tecnología
que opera cambiando el tablero, la puesta en escena y el
guión. Cuando cambian los elementos el juego es otro
y ya no hace falta levantar la voz para hacerse oír.
En eso estamos algunas, por todas partes.
En lugares como la Argentina, donde las mujeres han salido
a la calle para pelear por tantas cosas, el tablero se dio
vuelta en muchos terrenos. La cuestión es darse cuenta
que es terreno ganado y cuidarlo, no dejar de insistir en
lo nuestro aunque el hambre y la bronca sean de todos.
Papá:
oigo
tus pasos tenues que interrumpen el mutismo del pasillo.
Pasos aéreos, de esos que se asoman a precipicios,
de esos que se paran justo antes de ceder a la tentadora
inmensidad que se abre bajo los pies. Tu voz se resiste
a modularse, sale áspera, oxidada.
-Estuve en la comisaría, tratas de decir.
Son manos anudadas, dedos tensos revolviendo escombros los
que hablan.
-Les dije que estuviste desaparecida y que por eso estaba
muy preocupado, porque no volvías Tu tono es ahora
un hilo que no se sabe si atraviesa estómago o infinito.
-Abrieron
un prontuario con tu nombre. Dicen que lo van a cerrar cuando
aparezcas. Tenés que ir.
Ahora las manos se separan y corren paralelas. Abren el
espacio para conseguir más aire. ¿Cómo
hacer para abrazarte, para sacarte de encima ese miedo enorme,
ese monstruo de terror que te aplasta los pulmones, que
te hace patético, indefenso? ¿Cómo
hacerlo si a mi también me asfixia, me aplasta el
cuerpo, me hace deforme? Apenas tengo un par de cuerdas
vocales para ordenarte que me acompañes. Entrar a
una comisaría: meterme entre los dientes del animal
salvaje que nos acosa. No puedo pensar. Pisar ese mosaico,
aunque digan que es otro, oler ese olor, aunque sea otro,
escuchar esas voces y ese tecleo. Son los mismos.
Nos metemos juntos. Una vez adentro, los ojos recorren un
piano unidimensional, abs¬tracto. No siento nada.
Quiero
que pare el mundo y bajarme. Quiero no escuchar por la radio
que el ejército de los Estados Unidos está
más que listo para invadir Irak, a la espera de La
orden. Quiero no visualizar la cantidad de futuros suicidas
listos para estallar. No quiero acordarme que resido en
un país que se sacó la mascara sin que sus
habitantes lo desenmascaren, donde la gente no parece darse
cuenta de casi nada, donde la gente está demasiado
ocupada haciendo nada como para ocuparse de hacer algo.
Este sábado 26 de octubre hubo una marcha de 80.000
personas en San Francisco, con pancartas como "EI cambio
de régimen empieza por casa" y "Not in
our name" (No en nuestro nombre) Hubo otra en Washington.
(faltan paginas)
Visigrod:
eLas
calles de Visogrod deambulan a las orillas del Vístula
y siguen su rumbo ondulante entre molinos y casas bajas.
La mirada se pasea por ventanas, iglesias, una plaza donde
la gente se sienta a esperar que el sol repase las veredas.
¿Se sentaría allí la abuela -mucho
antes de ser abuela- a imaginar un futuro remoto, olvidado
de las lentas calles de su pueblo? Sólo sé
que un día se acercó al Vístula para
embarcarse hasta otra orilla, al más allá
de toda costa posible.
Se embarcó en 1927 con dos hijas, rumbo a Buenos
Aires. Nombre extraño que Ie daba una especie de
desazón envuelta en ternuras. Un país joven
es como un chico: exige pero promete, y la Argentina prometía.
Pasó varias semanas en alta mar midiendo la distancia
entre el ayer y el mañana. Como de lejos las cosas
se perfilan con nitidez supo que ese viaje era sólo
de ida. Pero no derramó una lágrima: las lágrimas
no abren candados, decía. Siempre le adiviné
en sus pupilas grises la sombra de padres y hermanos, seres
que se borraron sin dejar rastro. Que desaparecieron por
no haber tornado, como ella, ese barco hacia una ciudad
llamada Buenos Aires. Una familia judía polaca en
esos tiempos y en esos pagos se extinguía mas bien
de golpe, o mejor dicho, de golpe y porrazo.
Visogrod irrumpe entre girasoles, a la vera de un campo
que Kaila soñó por sesenta años. EI
exilio sueña con el paraíso, que sólo
es tal porque es perdido. Pero lo mío ni es exilio
ni es paraíso. Voy a la central telefónica
a consultar la guía, para corroborar que no hay registro
de los Szavierucha: Joseph, Sarah, Shmuel, según
declara la computadora. No figuran. Que queríamos
demostrar. ¿Qué queríamos demostrar?
Me pregunto, mientras recorro los ecos de la utopía
de otro. La respuesta me la da el cuerpo, que se acerca
a dos mujeres sentadas en el umbral de una casa: dos bocas
desdentadas, dos pelos en cada pera, dos rodetes blancos.
Cuatro brazos tercos espantan la hoja que les planto delante
de las narices, mientras señalo el apellido: Szawierucha.
Hay una lista de nombres y un par de fechas que provocan
cierta incomodidad en las vecinas. No espero encontrar respuestas
cálidas: lo que exhibo son nombres de judíos
que ya no figuran ni en la guía. Más bien
vengo a ratificar que saldré de este viaje con las
manos vacías. A una vieja que mira de reojo le tiembla
la mano. No, no Ie tiembla --verifica mi diccionario universal
de gestos: me esta echando como quien espanta una mosca.
Gestos como gritos. Acepto la derrota, mas bien salgo victoriosa:
vine a darme por vencida. No espero nada. Me dejo absorber
por el aroma de la infancia de Kaila, por el desgarro de
su adiós, por el ritmo de la lengua que sobrevivió
en un castellano amasado con vocales indomables.
Reviso los kilómetros que he recorrido de Buenos
Aires a Barcelona, de ahí a Berlín, de Berlín
a Varsovia y de Varsovia a Visogrod. Caminante no hay camino.
Tome tren porque el viaje hacia América habrá
sido primero por río, después por tierra y
al final por mar. Quién sabe. No puedo copiar el
pasado, pero una obsesión por entender lo que siempre
callaron me hace imitar itinerarios imposibles de recuperar.
No ha quedado nadie, todo deberá construirse en la
cuerda floja que va de la imaginación a la verdad.
Vine a recordar en segunda instancia, a espiar recuerdos
recordados por otros. Tarea que encaro, quizás, porque
mi linaje esta bordado con hilos de sangre. La ola inmigratoria
llego a la otra orilla, se arraigo en sus hijos, y esos
hijos volvieron a esfumarse de golpe y porrazo.
Ellos se dedican a borrar las huellas; yo me especializo
en reinventarlas
pintar los senderos que me bifurcan hasta dibujar el mapa
de mi historia
parir el revés de la orfandad.
Para llegar a Visogrod he tomado un colectivo en una estación
donde todos se parecen a la bobe. No entiendo nada pero
me atrae esa lengua, como si la voz de Kaila se multiplicara.
Como si palpara el origen de esas sílabas que Ie
daban un acento arcaico, exótico, incurable. Recorro
los sembrados que Kaila regaba en silencio cuando amasaba.
Al llegar al pueblo, tras dos horas que entonces serían
ocho o veinte, puedo entrar al recuerdo de tía Bety
que a los siete años corre a esconderse en aquel
monasterio desteñido. Me apuro a salir de ahí
con la tía antes que los abuelos Kaila y Mauricio
la vayan a retar por meterse donde no la llaman. Entro al
cuarto en el que encierran a Kaila hasta que acepte casarse
con Mauricio. Ella estóá en edad de merecer
y el amenaza con suicidarse si la treintañera lo
rechaza. No me quedan muchos mas recuerdos prestados: alguna
nevada y el río a punto de congelarse, Kaila vendiendo
fruta por las quintas, cargada de paquetes y deberes.
Visogrod, decía la abuela, y los parpados le temblaban
enfermos de nostalgia. El Vístula se le subía
a los ojos y le ondulaba el alma. Las praderas la salpicaban
y el verde sucumbía a un amarillo amargo. Al repasar
los kilómetros que la separaban de sus girasoles
se le opacaba la mirada.
EI paisaje me resulta familiar, no tanto por lo que me contaron
sino porque Visogrod se parece a cualquier pueblo de Buenos
Aires: la calle central, la plaza, las veredas, y más
allá el campo abierto. Sólo que acá
son todos viejos: viejo el cartero, viejo el cura, viejas
las viejas. Entonces todos saben.
Kaila lleva y trae cajones repletos de pepinos, de tomates,
de zapallitos redondos y maduros como los que me muestra
este señor al que me arrimo, papel en mano, siempre
dispuesta al fracaso. Le planto la lista de nombres entre
ceja y ceja, con el aplomo del científico que conoce
el resultado. Pero el me sonríe, me besa la mano
y me invita a seguirlo hasta su huerta. Mientras se agacha
para revolver imágenes entre los surcos me cuenta
una larga historia ¿Que los Szavierucha también
plantaban verduras? El señor habla hasta por los
codos en su lengua natal. Yo, la extranjera, que solo hablo
mi propia lengua natal, trato de arrebatarle un sentido
a su tupido texto. Es el momento de rellenar los agujeros
negros de mi memoria genealógica.
Me acerco un poco más al viejo plantado en el patio
de su silencio. Me sorprende porque reconoce el apellido
y me empieza a describir, entre susurros, la saga que vine
a no encontrar. Se me esfuman los contornos de un relato
que no para de fluir. Apenas me salpica con fugaces bosquejos
que se disuelven en cuanto intento darles sujeto y predicado.
-Argentina,
digo y me señalo.
El señor no entiende.
-Sudamérica.
Entiende América.
Saco una lapicera y garabateo fechas. EI hombre responde
a todo que sí y sigue asintiendo mientras dibuja
con la mano una familia enorme: siluetas de chicos, de j6venes,
de viejos que ya no están.
-En 1927 se fue mi abuela. -Tag tag.
-A fines del treinta ¿mataron al resto? -Tag tag.
Se que los mataron, lo que me intriga es cómo, dónde,
cuándo. EI viejo imita tiros contra la pared ¿fusilados?
Sigue su relato inabordable. Enhebro transcursos y finales.
Junto al granero, en fila india. Se los llevaron, ¿en
tren? ¿al ghetto? ¿al campo de concentración?
El río de sonidos acelera y ya no retoma su cauce.
Habla para sí navegando hacia su ayer. Me despido
y me voy.
Tras unas cuadras retomo el sendero de tierra y vuelvo a
la casa de madera. El viejo sigue sentado bajo el mismo
alero. Un joven lo reta. Le hago señas y me ve, pero
quien se acerca es otro. Le digo mi nombre para invitarlo
a decir el suyo: el dato que me faltaba. Lo gruñe,
enojado, obediente al reto del hijo que seguramente le ha
prohibido dirigirle la palabra a esta judía que viene
a reclamar algo.
No me sorprende. Doy media vuelta y me alejo. Ahora lo se,
y lo entiendo en cualquier lengua. Desde entonces mi pasado
más remoto es ese viejo que se agacha para deletrear
mi saga familiar en su lengua. Mi Visogrod son los gestos
de un brazo que diseña cuerpos, grandes y chicos,
colocados en fila contra la pared de la casa de mi abuela.