Nora Strejilevich - Books / Stories - Contar

 


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CONTAR

Nora Strejilevich

Diccionario incompleto para travesías

Me dijo Silvia Chejter: ¿que tal si escribís unas páginas sobre ser escritora, argentina, itinerante? Que bien que suena, pensé, cómo querría ser exactamente eso. Sin otro apelativo. En seguida me percate que debo serlo de alguna manera, por algo me pidió que escriba dentro de ese rubro. Pero hay tantas otras cosas que también soy y que se superponen a este trío de apelativos, que aquí y ahora ese pedido parece nacido de la ficción. Mejor aún, me retruqué. Ya que estamos en el terreno de la ficción, este será mi intento de rescatarme como escritora argentina itinerante, por orden alfabético y con mi mejor letra.

Argentina:

En la Argentina del 2001 y del 2002 no puedo ni tomar notas porque antes de la primera frase ya estuve en cuatro marchas y cayeron varios presidentes. Me tomo un café para darme tiempo a la autocrítica - para echarme en cara de que no salí con la cámara para la caída del primero, cuando ya cayeron otros tres. Siempre a las corridas y detrás de los acontecimientos, sin poder anticiparme a nada, con la lengua afuera y el estómago en la boca. Cada cántico me arranca la memoria y las tripas. Cada represión me revolea en el aire como a esos panqueques que vuelven a caer a la sartén de la cual, como bien sabemos, nunca tenemos el mango.

-La noche en que De la Rúa finalmente se atrevió a balbucear el discurso manufacturado por su hijo para anunciar el Estado de Sitio por las cadenas de radio y televisión, fui testigo de un ábrete sésamo que largó a la población a la calle como si el corcho de algún espumante hubiera sido destapado para siempre. Todos fuimos testigos de eso, no cabía dudas de que ese era el comienzo y el fin de algo. Quienes compartimos la calle esa madrugada volvimos a aprender lo que es ser parte de una ola de efervescencia que desafía las leyes de gravedad, que desafía las leyes. Y ese desafío es la alegría más radical. Lástima que después llega el postre de siempre: gases lacrimógenos y tiros, pedradas, corridas, más tiros. Veinte muertos cuentan los que suman, otra masacre más.

Llevo 25 años lejos de y sin extrañar a la policía federal, y seguramente podría pasarme la vida sin extrañarla, pero ella siempre se hace presente. Me toco meterme en un café de Callao a eso de las cuatro de la mañana de ese 20 de diciembre para ver las noticias y para tomar un café y recuperar fuerzas antes de seguir con la fiesta post radicales y post Cavallo, post tragarse la píldora y post sueño del pibe para muchos.

En un abrir y cerrar de ajos estaba mojando pañuelos en el baño para contrarrestar los gases lacrimógenos, las persianas del bar se habían bajado y todos estábamos entre paréntesis, como atajando los minutos para saber en que escala seguiría la música, si seguía. En un par de minutos eternos la Academia se había hundido en una atmósfera de pesadilla, de las que uno quiere despertar pero no hay quien lo sacuda con la fuerza necesaria. Finalmente se entorno la puerta y empezaron a salir algunos, en puntas de pie y cabizbajos. Mi amiga y yo rajamos y nos tomamos el primer taxi que se nos cruzó, nos metimos en su casa y entramos en una pesadilla que ya era de terror, pero por televisión. Veinte años no es nada y haber sobrevivido un campo de concentración no te prepara para estos bis en tono nada menor. Y si no te prepara para esto, no te prepara para nada. Si después de escribir un libro sobre la muerte numerosa y sus infinitas huellas todavía no estás preparada, para qué seguís escribiendo.

Por eso dejé que todo me pase por delante, por arriba, por adentro, por derecho y por revés y no tome ni media nota. Nada de nada. Tragué diarios y revistas, escuché radios y miré la TV como cualquier hijo de vecino, como muchos viví más en la calle que bajo techo, me enrosqué en plazas, en esquinas y en calles interrumpidas por el Que se vayan todos y el ensordecedor ruido de tapas contra botellas de plástico, ollas contra cucharas, tapas contra tapas y mil variantes del ruido del hartazgo. Acompañe piquetes, asistí a debatidos parques de memorias, a encuentros de mujeres, mastiqué imágenes, me entusiasmé y me frustre día a día, como tantas y tantos que siguen mientras yo me tomo el tiempo de recordar en voz alta. Y puedo recordar porque a la hora de mis campanas a mi medianoche me fui. AI aeropuerto. Una suerte en los tiempos que corren, dirán muchos. Y una razón más para callarse, casi por pudor.

Por eso ahora que me piden mi palabra de escritora, de argentina y de itinerante, sólo atino a decir: no hay nada que me haya preparado para ser argentina, hecho que a menudo me traba los dedos y el alma. Como me tocó irme como a tantos, soy itinerante porque no puedo dejar de ser argentina ni de escribir.

 

Budapest:

Llegué a la estación este de BudaPest, tras una noche de sacudones -pasaporte pasaporte, me pedían al atravesar el tren países en los que ni en mis más remotos sueños pensaba recalar. ¿ Bratislavia? ¿Croacia?

Bigotes enojados, impacientes, el sello en la mirada y en la mano, golpeando cada media hora el vidrio de mi cabina cerrada, para registrar mi pasaporte, mi pasaje, pasaje, pasaporte, visa pasaporte pasaje. En la estación de tren encuentro un teléfono desde el que mi mundo personal, familiar, querido, vuelve. La voz de Krizta, que si bien no me puede ver hasta dentro de unos días, se ríe conmigo, me entiende y hasta me indica cómo llegar a Pécs, mi destino mas inmediato, al sur del país, a unas tres horas de tren. Ojo que hay dos estaciones y no recuerdo de cuál sale el tuyo. Salía de la otra, y nadie me lo advirtió, pero por suerte todo a tiempo y ya estoy en el otro tren que me arrulla y llego a la estación miniatura de Pécs donde tampoco hablan inglés. Es hora de buscar el teléfono del departamento de español, que organizó el evento, para que me den una mano. Noto, recién ahora, que el congreso empieza mañana. Llamo y la secretaria corta porque parece que mi flujo verbal no le dice nada. Que hacer, pido indicaciones para llegar a la universidad pero me indican desde una ventanilla, muy de mala gana, centrum centrum. Les hago entender que necesito el número del colectivo que seguramente ira al centro, y finalmente dan un dato con¬creto: 30. En la cola del 30 hay dos jóvenes que sí, bravísimo, hablan inglés y me ofrecen una mano. Una mano que me lleva al dormitorio estudiantil, donde puedo por fin caer a un colchón y dormir. Déjenme dormir en mi lengua por favor, hasta mañana no me cuenten que el mundo es y se escribe en húngaro.

Al día siguiente, en la universidad, reina el español. Las huestes han llegado y empiezo a ver perfiles conocidos y desconocidos pero familiares. Chilenos, venezolanos, colombianos, empezamos a mirar el nombre escrito en el pecho, donde se indica el origen de cada participante. El mío dice Italia. Para variar los he mareado. Llegué de Roma, les aclaré que vengo de Latinoamérica, que trabajo en San Diego... Italiana será, concluyeron para no caerse del mapa. Y noto lo saludable que me resulta ser otra, entre las míos.

Contar:

Podría empezar diciendo:
Érase una vez una mujer.
Pero esto no es cantar.
Por qué érase y no es, por qué una vez y no muchas,
Por qué una mujer y no cualquier mujer?

Lo que cuenta es contar:
contar conmigo, contar con vos,
con el pronombre personal en segunda persona del
singular del tipo rioplatense.

Y como no puedo contar con vos, no puedo contar.
Será cuestión de contar con alguien, por lo menos con uno.
Y por qué no: Contar con ideas, con tiempo, con ganas, con pasión.

Será cuestión de no contarse lo incontable
para entonces poder contar algo, a con algo, o con alguien.

Será cuestión de no contarse lo incontable,
que sin duda es lo único que para mí,
aquí y ahora, cuenta.

Duda:

¿Hace falta estar en las últimas para pensar que quizás haga falta hacer alga para no llegar alas últimas?


Exilio:

Mi abuela nació en Visogrod, en las afueras de Varsovia. Llegó a la Argentina con dos hijas a comienzos del siglo veinte. En busca de un mundo mejor, soñado por el marido. La familia de mi padre viene de Rusia Blanca, según dicen. Todos se hicieron argentinos y siguieron siendo judíos, a su manera.

Me fui de la Argentina en los post mediados del siglo veinte, huyendo de un mundo que había sido mejor. Cuando ese mundo mejor se quebró entendí de qué huían aquellos judíos que habían llegado a principios de siglo. Me nacionalice canadiense. Soy una argentino-canadiense hija de ruso-polacos que en veinticinco años vivió en una docena de ciudades. Cuando en los formularios me preguntan si soy hispana o caucásica me pregunto si no habrá algún casillero donde todo pueda cruzarse. De ese casillero no seguiría mudándome.

Feliz:

que los cumplas feliz es lo único que me viene a la mente. Es casi obscena esta palabra, mirada de frente y sin miramientos. Propongo quitarla del diccionario de travesías. Tampoco quiero infeliz. Las cosas son un poco mas complicadas hoy por hoy.


Gerardo:

Mi hermano, desaparecido. Secuestrado el 15 de julio de 1977 con su novia Graciela Barroca, llevados al Club Atlético. Torturados y asesinados. No sé ni cuándo ni dónde, pero se que alguien lo sabe.

Gerardo compite en la carrera de postas de primer grado. Preparados, listos!!! Yaa!!! Gerardito corre entre los más rápidos. De golpe se para y gira la cabeza ciento ochenta grados. Sonríe y saluda con la mano: está mamá. Sigue a toda velocidad y llega último. Se larga a llorar.
Gerardo va a primer año de la secundaria y todavía no usa pantalón largo. El nene esta adelantado un año.
Gerardito quiere ser director de orquestra y sus padres lo convencen de todo lo contrario. Gerardito hace travesuras y siempre lo pescan.
Gerardo es inteligente pero no estudia.
Gerardo cambia de colegio porque lo echan. Tiene más amonestaciones que pelos en la cabeza.
Gerardo se opera una rodilla para salvarse de la colimba. Gerardo estudia pero no trabaja. Gerardo saca la cara en las asambleas, maldita universidad.
Gerardito tiene novia y la trae a dormir a casa.
Gerardo redacta volantes en la máquina de escribir de papá.
Gerardito es divertido, ingenioso, amistoso y audaz.
Gerardo escribe demasiado:
Tenemos en el país una orquesta compuesta por:
Director: Juan Carlos Represor.
Intérpretes: obreros y campesinos, con la actuación especial de algunos pequeñoburgueses.
Esta música, compuesta en Buenos Aires City, se divide en tres tiempos:
Económico (imperialismo vivace),
Social (andante en cana o estado de sitio con molto) y
Político (fuga en futuro fraude mayor).
Gerardo esta fichado. No viene a dormir a casa.
Gerardo apoya la violencia de abajo y desafía la violencia de arriba.
Gerardo teme porque lo siguen.
Gerardo insiste:

Es como tomar conciencia, como verse repentinamente no perenne, como si te afanaran un cacho de vos mismo así, socarrona, sobradamente y te dijeran: "Quedate musa, bepi", insinuándote que al fin y al cabo, quieras o no, te seguirán afanando -poco a poco, es cierto-hasta que no queden más que tus cenizas.
Gerardo casi seguro no mató y seguro que no secuestró a nadie. A Gerardo seguro lo secuestran y casi seguro que lo matan.


Hogar:

dulce hogar. Una utopía, un no lugar.

Itinerante:

No tener raíces, transitar, tener el vicio de los trenes y de las alas. Sentir atracción por la incertidumbre de los mapas inacabados. Es decir, aceptar el derrotero de una genealogía de errantes. (faltan páginas)

Mujer:

Cuando era chica media al milímetro lo que me pedían hacer en comparación con lo que le correspondía a mi hermano. Era un proceso de cálculo bastante arduo y nadie me podía soplar el resultado. ¿Baldear el patio, equivalía o no a regar las plantas? ¿Ir a hacer las compras era igual, más, o menos que hacer las camas? Me negaba a colaborar hasta no verificar que el diámetro de su labor era por lo menos igual al que me tocaba -aunque siendo la menor era de esperar que su tarea ocupara mas espacio y tiempo que la mía. Su trabajo extra tenía que ser exactamente proporcional a los veintitrés meses y una semana que me llevaba, pero las equivalencias exactas al traducir esta cifra al espacio de seis por diez del patio, por ejemplo, me resultaban demasiado complicadas en los tiempos en que apenas manejaba la regla del tres.

De adolescente me irritaba no poder pasar por una obra en construcción sin tener que oír las más disparatadas asociaciones de palabrotas en relación a las partes visibles e invisibles de mi cuerpo. Mi hermano me tranquilizaba diciendo que cuando creciera me iba a gustar, o por lo menos a causar gracia. Lástima que no pase del metro y medio. Será por eso que nunca tuve la oportunidad de experimentar esas sensaciones anticipadas por la voz frater¬nal. Lamentablemente mi estómago siguió sin digerir el abrupto acoso de palabras lanzadas desde arriba, desde ese lugar del que mide y juzga el envase sin que una se atreva a sacar la vara y medir con la misma impudicia. Estas y otras sutiles y no tan sutiles violencias a mi género solo cesaron para mi cuando -a eso de los cuarenta y solo porque parezco mas joven de lo que dice la partida de nacimiento - deje de ser alguien digna de ser atravesada por ojos masculinos en la vía publica.

Cuando llegué a la universidad en Canadá me recibió un profesor de cuyo nombre no quiero acordarme. Tras los exámenes de inglés y pruebas de todo tipo y color que pase antes de aterrizar, insinuó que me habían aceptado para el programa de literatura gracias a la foto que tuve que incluir en la solicitud. Esta de más aclarar que no soy Raquel Welsh, y que estos diálogos nacen del uso habitual de aquel lenguaje, ahora más refinado, que conocí gracias a los obreros de la construcción. Recién ahora dije Eureka. No hay fronteras para esta medición de mujeres con una regla que no mide (a diferencia de la que yo usaba de chica) otra cosa que la forma de la nariz o el diámetro de las caderas.

Claro que simplifico, pero no tanto. Si nos aceptan en otros terrenos, es porque nos parecemos a ellos. Un ex novio, escritor, me explico que Virginia Wolf escribía como un hombre -o sea, tan bien como un hombre. Y eso que ya andábamos por los años ochenta, y no en los sesenta, cuando mi viejo aseguraba que me parecía a el si y solo si hacía algo que contaba con su aprobación, de lo contrario me parecía a mi madre.

Con el tiempo también me percate del micrófono. Cuando volví al país tras ocho años de ausencia, un amigo me contó no solo lo que Ie había pasado a él en la Argentina sino también (casi casi) lo que me había pasado a mí en el exilio. Como había visitado Canadá por dos semanas, fue capaz de describirme como era el país que me había dado refugio. No hizo falta que yo acotara nada: su relato era casi perfecto. Lo único que faltaba era un mínimo detalle: yo.

Atando cabos tras años de tomar nota, me di cuenta que hasta a mí (que vengo entrenada desde mi más tierna infancia en compartir el espacio con "ellos") me resulta difícil sacarles ese micrófono al que están tan habituados, sobre todo porque no me interesa sacarle nada a nadie. En realidad se trata de otra cosa. Tal vez a esa otra cosa nos vamos abriendo paso las mujeres, siglo a siglo. Digamos que nos encaminamos hacia una tecnología más moderna, que no necesita de micrófonos para ganar espacio. Una tecnología que opera cambiando el tablero, la puesta en escena y el guión. Cuando cambian los elementos el juego es otro y ya no hace falta levantar la voz para hacerse oír. En eso estamos algunas, por todas partes.

En lugares como la Argentina, donde las mujeres han salido a la calle para pelear por tantas cosas, el tablero se dio vuelta en muchos terrenos. La cuestión es darse cuenta que es terreno ganado y cuidarlo, no dejar de insistir en lo nuestro aunque el hambre y la bronca sean de todos.


Papá
:

oigo tus pasos tenues que interrumpen el mutismo del pasillo. Pasos aéreos, de esos que se asoman a precipicios, de esos que se paran justo antes de ceder a la tentadora inmensidad que se abre bajo los pies. Tu voz se resiste a modularse, sale áspera, oxidada.

-Estuve en la comisaría, tratas de decir.
Son manos anudadas, dedos tensos revolviendo escombros los que hablan.
-Les dije que estuviste desaparecida y que por eso estaba muy preocupado, porque no volvías Tu tono es ahora un hilo que no se sabe si atraviesa estómago o infinito.

-Abrieron un prontuario con tu nombre. Dicen que lo van a cerrar cuando aparezcas. Tenés que ir.

Ahora las manos se separan y corren paralelas. Abren el espacio para conseguir más aire. ¿Cómo hacer para abrazarte, para sacarte de encima ese miedo enorme, ese monstruo de terror que te aplasta los pulmones, que te hace patético, indefenso? ¿Cómo hacerlo si a mi también me asfixia, me aplasta el cuerpo, me hace deforme? Apenas tengo un par de cuerdas vocales para ordenarte que me acompañes. Entrar a una comisaría: meterme entre los dientes del animal salvaje que nos acosa. No puedo pensar. Pisar ese mosaico, aunque digan que es otro, oler ese olor, aunque sea otro, escuchar esas voces y ese tecleo. Son los mismos.
Nos metemos juntos. Una vez adentro, los ojos recorren un piano unidimensional, abs¬tracto. No siento nada.

Quiero que pare el mundo y bajarme. Quiero no escuchar por la radio que el ejército de los Estados Unidos está más que listo para invadir Irak, a la espera de La orden. Quiero no visualizar la cantidad de futuros suicidas listos para estallar. No quiero acordarme que resido en un país que se sacó la mascara sin que sus habitantes lo desenmascaren, donde la gente no parece darse cuenta de casi nada, donde la gente está demasiado ocupada haciendo nada como para ocuparse de hacer algo.

Este sábado 26 de octubre hubo una marcha de 80.000 personas en San Francisco, con pancartas como "EI cambio de régimen empieza por casa" y "Not in our name" (No en nuestro nombre) Hubo otra en Washington.
(faltan paginas)

Visigrod:

eLas calles de Visogrod deambulan a las orillas del Vístula y siguen su rumbo ondulante entre molinos y casas bajas. La mirada se pasea por ventanas, iglesias, una plaza donde la gente se sienta a esperar que el sol repase las veredas. ¿Se sentaría allí la abuela -mucho antes de ser abuela- a imaginar un futuro remoto, olvidado de las lentas calles de su pueblo? Sólo sé que un día se acercó al Vístula para embarcarse hasta otra orilla, al más allá de toda costa posible.

Se embarcó en 1927 con dos hijas, rumbo a Buenos Aires. Nombre extraño que Ie daba una especie de desazón envuelta en ternuras. Un país joven es como un chico: exige pero promete, y la Argentina prometía. Pasó varias semanas en alta mar midiendo la distancia entre el ayer y el mañana. Como de lejos las cosas se perfilan con nitidez supo que ese viaje era sólo de ida. Pero no derramó una lágrima: las lágrimas no abren candados, decía. Siempre le adiviné en sus pupilas grises la sombra de padres y hermanos, seres que se borraron sin dejar rastro. Que desaparecieron por no haber tornado, como ella, ese barco hacia una ciudad llamada Buenos Aires. Una familia judía polaca en esos tiempos y en esos pagos se extinguía mas bien de golpe, o mejor dicho, de golpe y porrazo.

Visogrod irrumpe entre girasoles, a la vera de un campo que Kaila soñó por sesenta años. EI exilio sueña con el paraíso, que sólo es tal porque es perdido. Pero lo mío ni es exilio ni es paraíso. Voy a la central telefónica a consultar la guía, para corroborar que no hay registro de los Szavierucha: Joseph, Sarah, Shmuel, según declara la computadora. No figuran. Que queríamos demostrar. ¿Qué queríamos demostrar? Me pregunto, mientras recorro los ecos de la utopía de otro. La respuesta me la da el cuerpo, que se acerca a dos mujeres sentadas en el umbral de una casa: dos bocas desdentadas, dos pelos en cada pera, dos rodetes blancos. Cuatro brazos tercos espantan la hoja que les planto delante de las narices, mientras señalo el apellido: Szawierucha. Hay una lista de nombres y un par de fechas que provocan cierta incomodidad en las vecinas. No espero encontrar respuestas cálidas: lo que exhibo son nombres de judíos que ya no figuran ni en la guía. Más bien vengo a ratificar que saldré de este viaje con las manos vacías. A una vieja que mira de reojo le tiembla la mano. No, no Ie tiembla --verifica mi diccionario universal de gestos: me esta echando como quien espanta una mosca. Gestos como gritos. Acepto la derrota, mas bien salgo victoriosa: vine a darme por vencida. No espero nada. Me dejo absorber por el aroma de la infancia de Kaila, por el desgarro de su adiós, por el ritmo de la lengua que sobrevivió en un castellano amasado con vocales indomables.

Reviso los kilómetros que he recorrido de Buenos Aires a Barcelona, de ahí a Berlín, de Berlín a Varsovia y de Varsovia a Visogrod. Caminante no hay camino. Tome tren porque el viaje hacia América habrá sido primero por río, después por tierra y al final por mar. Quién sabe. No puedo copiar el pasado, pero una obsesión por entender lo que siempre callaron me hace imitar itinerarios imposibles de recuperar. No ha quedado nadie, todo deberá construirse en la cuerda floja que va de la imaginación a la verdad. Vine a recordar en segunda instancia, a espiar recuerdos recordados por otros. Tarea que encaro, quizás, porque mi linaje esta bordado con hilos de sangre. La ola inmigratoria llego a la otra orilla, se arraigo en sus hijos, y esos hijos volvieron a esfumarse de golpe y porrazo.

Ellos se dedican a borrar las huellas; yo me especializo en reinventarlas
pintar los senderos que me bifurcan hasta dibujar el mapa de mi historia
parir el revés de la orfandad.

Para llegar a Visogrod he tomado un colectivo en una estación donde todos se parecen a la bobe. No entiendo nada pero me atrae esa lengua, como si la voz de Kaila se multiplicara. Como si palpara el origen de esas sílabas que Ie daban un acento arcaico, exótico, incurable. Recorro los sembrados que Kaila regaba en silencio cuando amasaba. Al llegar al pueblo, tras dos horas que entonces serían ocho o veinte, puedo entrar al recuerdo de tía Bety que a los siete años corre a esconderse en aquel monasterio desteñido. Me apuro a salir de ahí con la tía antes que los abuelos Kaila y Mauricio la vayan a retar por meterse donde no la llaman. Entro al cuarto en el que encierran a Kaila hasta que acepte casarse con Mauricio. Ella estóá en edad de merecer y el amenaza con suicidarse si la treintañera lo rechaza. No me quedan muchos mas recuerdos prestados: alguna nevada y el río a punto de congelarse, Kaila vendiendo fruta por las quintas, cargada de paquetes y deberes.

Visogrod, decía la abuela, y los parpados le temblaban enfermos de nostalgia. El Vístula se le subía a los ojos y le ondulaba el alma. Las praderas la salpicaban y el verde sucumbía a un amarillo amargo. Al repasar los kilómetros que la separaban de sus girasoles se le opacaba la mirada.

EI paisaje me resulta familiar, no tanto por lo que me contaron sino porque Visogrod se parece a cualquier pueblo de Buenos Aires: la calle central, la plaza, las veredas, y más allá el campo abierto. Sólo que acá son todos viejos: viejo el cartero, viejo el cura, viejas las viejas. Entonces todos saben.

Kaila lleva y trae cajones repletos de pepinos, de tomates, de zapallitos redondos y maduros como los que me muestra este señor al que me arrimo, papel en mano, siempre dispuesta al fracaso. Le planto la lista de nombres entre ceja y ceja, con el aplomo del científico que conoce el resultado. Pero el me sonríe, me besa la mano y me invita a seguirlo hasta su huerta. Mientras se agacha para revolver imágenes entre los surcos me cuenta una larga historia ¿Que los Szavierucha también plantaban verduras? El señor habla hasta por los codos en su lengua natal. Yo, la extranjera, que solo hablo mi propia lengua natal, trato de arrebatarle un sentido a su tupido texto. Es el momento de rellenar los agujeros negros de mi memoria genealógica.

Me acerco un poco más al viejo plantado en el patio de su silencio. Me sorprende porque reconoce el apellido y me empieza a describir, entre susurros, la saga que vine a no encontrar. Se me esfuman los contornos de un relato que no para de fluir. Apenas me salpica con fugaces bosquejos que se disuelven en cuanto intento darles sujeto y predicado.

-Argentina, digo y me señalo.
El señor no entiende.
-Sudamérica.
Entiende América.

Saco una lapicera y garabateo fechas. EI hombre responde a todo que sí y sigue asintiendo mientras dibuja con la mano una familia enorme: siluetas de chicos, de j6venes, de viejos que ya no están.

-En 1927 se fue mi abuela. -Tag tag.
-A fines del treinta ¿mataron al resto? -Tag tag.

Se que los mataron, lo que me intriga es cómo, dónde, cuándo. EI viejo imita tiros contra la pared ¿fusilados? Sigue su relato inabordable. Enhebro transcursos y finales. Junto al granero, en fila india. Se los llevaron, ¿en tren? ¿al ghetto? ¿al campo de concentración? El río de sonidos acelera y ya no retoma su cauce. Habla para sí navegando hacia su ayer. Me despido y me voy.

Tras unas cuadras retomo el sendero de tierra y vuelvo a la casa de madera. El viejo sigue sentado bajo el mismo alero. Un joven lo reta. Le hago señas y me ve, pero quien se acerca es otro. Le digo mi nombre para invitarlo a decir el suyo: el dato que me faltaba. Lo gruñe, enojado, obediente al reto del hijo que seguramente le ha prohibido dirigirle la palabra a esta judía que viene a reclamar algo.

No me sorprende. Doy media vuelta y me alejo. Ahora lo se, y lo entiendo en cualquier lengua. Desde entonces mi pasado más remoto es ese viejo que se agacha para deletrear mi saga familiar en su lengua. Mi Visogrod son los gestos de un brazo que diseña cuerpos, grandes y chicos, colocados en fila contra la pared de la casa de mi abuela.







© 2005 Nora Strejilevich